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Opinión

El noble oficio de componer

El noble oficio de componer

Bob Dylan es un personaje de leyenda, guste o no. El ruido mediático que provocó ayer la concesión del Nobel de Literatura al autor de himnos mayúsculos de la música del siglo XX, es proporcional a la trayectoria del artista, compositor y escritor-poeta. Admiradores y detractores, visto lo visto, suman por igual hacia los méritos del cantante que en 1963 se erigía como uno de los voceros de la llamada canción protesta.

Electrificó el folk, pero eso parece no ser suficiente. Unos y otros -todos los argumentos son igual de respetables, o deberían serlo- se revuelven en un debate sobre si el autor de Blowin in the Wind, The Times They Are A-Changin', Master of War, Subterranean Homesick Blues o Like a Rolling Stone, es o no merecedor de los honores de la Academia sueca. ¿Es que acaso el oficio de componer canciones es un ejercicio ajeno a la escritura? ¿No son las composiciones de Dylan poesía hecha canción aunque él reniege de ello? Habrá quien diga que por este axioma, el Nobel literario abre ahora una nueva dimensión, que vulgariza un galardón reservado a las otras nobles plumas cuyo verbo, dibuja un universo al que Dylan jamás llegaría. Habrá que ver. Nadie niega la capital influencia de Dylan en el discurso de la música contemporánea como compositor. Su bagaje literario se cimenta en la infinita colección de canciones en las que ha tocado las cuestiones que preocupaban a una generación que las siguientes han hecho suyas. Un fondo que quizás violente a quienes hubieron de tomarse ayer el espumoso caliente al ver que Philip Roth, Adonis, Kundera o el eterno Haruki Murakami, se quedaran de nuevo a las puertas.

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