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Música 33er Festival de Canarias

La gran orgía sonora de las Canciones de Gurre

La gran orgía sonora de las Canciones de Gurre

En una carta de 1912 dice Schönberg que en Gurre-Lieder está la clave de toda su evolución: "Es importantísimo para el conjunto de mi obra el que, a partir de ese punto, se pueda seguir tanto al hombre como su desarrollo". El punto aludido es el cambio radical de lenguaje, o sea el abandono del colosalismo sin salidas que en 1911, cuando concluye la obra tras una larga pausa, bulle en su imaginación, aún sin formular del todo, el esquematismo dodecafónico que le otorga la paternidad del sistema más influyente en la creación sonora del siglo pasado. Escuchando esta enorme cantata por segunda vez en el Festival de Canarias (la primera fue dirigida por Pedro Halffter en la 23a edición, 2007) se entiende el porqué de la ruptura.

La versión de Josep Pons es muy solvente. El decadente romanticismo paroxístico confiado a dos orquestas, dos coros y seis voces solistas exige del podio un sentido férreo del orden, una cuadratura radical y una planificación que no ahogue los motivos básicos ni sus desarrollos en la muy saturada marea sinfónica y coral. Objetivos logrados en una lectura escrupulosa y expresivista que tiene muy en cuenta la profunda influencia del cromatismo del Tristán wagneriano, la octava sinfonía de Mahler y su Canción de la tierra, pero a un nivel inferior de trascendencia artística. Ante la megaorquesta y el coro superpoblado abundan las dudas sobre su necesidad, así como las conjeturas sobre un mejor resultado con colectivos normales.

Tras el estreno vienés (febrero de 1913) escribe el autor: "No me sentí contento sino indiferente, por no decir un poco enojado. Presentí que este éxito no tendría la menor incidencia en el destino de mis obras posteriores". Palabras proféticas que, sin embargo, no empañan las muchas bellezas de las canciones del castillo de Gurre, bien proyectadas por las dos orquestas canarias, los coros eslovaco y tinerfeño (que dirige la gran Carmen Cruz Simó) y los cantantes solistas.

La principal objeción está en los volúmenes que con frecuencia engullen sin piedad a dichos solistas, evidenciando un cálculo incorrecto del espacio acústico o la incapacidad de sugerir el fortísimo cuando conviene moderarlo. Tras la pausa al final de la primera parte, quizás pidió el maestro una dinámica más controlada para las dos restantes. Por lo demás, la lectura de este símbolo de una conflictiva transición histórica ha sido convincente. La liedsimphonie de las invocaciones amorosas del rey Waldemar y su amante Tove, el descubrimiento por la Paloma del bosque de que aquélla ha sido asesinada por la reina, la desesperación de Waldemar y su blasfemia contra Dios, el cortejo fúnebre, la vengativa caza salvaje ordenada a los vasallos (formidable el coro masculino, que tanto recuerda el segundo acto del wagneriano Ocaso de los dioses), el terror del campesino, los sarcasmos del bufón, el melodrama del narrador que, con la llegada del día, revela que todo ha sido una pesadilla nocturna, el radiante himno al sol del coro mixto y los dos espléndidos interludios orquestales, desgranaron eficazmente el poema de Jacobsen, cuya traducción al castellano pudimos seguir en pantalla.

La famosa soprano sueca Irene Theorin (celebrada Isolda de Bayreuth); el magnífico tenor Nikolai Schukoff, noble estilista de redonda voz tenazmente sofocada por el estruendo; la admirable mezzo Charlotte Hellekant; Andrew Foster-Williams como campesino y narrador; y el simplemente formidable tenor grancanario Gustavo Peña en el bufón incorporaron los personajes con acierto pleno.

Grandes aplausos (sin aclamación) del público que casi llenaba la sala como beneficiario en gran parte del regalo de localidades.

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