El 22 de abril de 1962 Chuck Berry entraba en la prisión federal de Leavenworth, Kansas, para cumplir una condena de tres años, convicto de "transportar a una menor de edad a través de la frontera del estado para fines inmorales". Las sucesivas apelaciones habían logrado reducir la pena desde los cinco años iniciales, pero no exonerarle de ella. Losa fría sobre el cadáver del rock and roll, que resultaba ser un movimiento breve como una erupción de acné.

Al final Sinatra y sus detestables amigotes tenían razón cuando vaticinaron la rápida evaporación de esa música tosca, perpetrada por peluqueros, como el propio Berry, o camioneros, como Elvis Presley, incapaces de atinar si una partitura está al derecho o al revés. Uno a uno, los rockeros habían ido cayendo o claudicando. Jerry Lee Lewis también pasó una temporada entre rejas, Buddy Holly se fue con su voz angelical a cantar al trasmundo, a Presley lo domesticaron en el servicio militar hasta convertirlo en un inofensivo jilguero...

Los últimos años no habían sido especialmente buenos para Chuck, su carrera se vio enturbiada por todo el proceso judicial, que concernía a una joven de 14 años que trabajó de camarera en un local suyo. Él tenía 35, bastante apaleados en una América de segregación racial que había convertido su juicio en un circo de escarmientos.

En cualquier caso, Berry se aseguró de que quedaba suficiente dinero para que los suyos pudieran arreglárselas el tiempo que iba a estar a la sombra. "El sustento de la familia no estaba en peligro gracias a los ahorros, ya que nuestro hogar y los dos coches no acumulaban deudas", observa el músico en su autobiografía, extraña amalgama de vivaz narración y apuntes contables. Porque el tintineo de los dólares fue la segunda gran música a los oídos de Chuck.

En octubre de 1963 el cantante abandonaba el recinto penitenciario. Asegura en el libro que las cosas no habían cambiado, pero en realidad sí lo habían hecho a su favor. Su música, lejos de estar olvidada, reverdecía en el repertorio del tropel de grupos británicos que retomaban el rock para conquistar las listas de éxitos americanas. Berry no los nombra en su libro, poco generoso con el talento ajeno, pero sin el explícito homenaje de los Beatles y compañía, que grababan sus viejas composiciones y las interpretaban en directo, difícilmente hubiera podido remontar su carrera. Ellos le proporcionaron el segundo aliento.

La cárcel no logró desbaratarle la musa. El veterano rockero recobró la libertad con las facultades intactas y no tardó en regalar un puñado de canciones que están entre lo mejor de su repertorio. En Nadine y You never can tell reaparecía el imponente letrista, juguetón con las palabras y colorista en los detalles descriptivos. La primera narra la persecución de una bella joven a través de las calles de una asfixiante ciudad para declararle su amor. Impetuosa en su sucesión de estampas urbanas, dicen que de la urgencia narrativa de Nadine surge parte del mejor Bob Dylan.

La letra de la deliciosa You never can tell es una filmación en Super 8, con toda su inocente gama de tonalidades pastel, de una boda de adolescentes. Las mejores líricas de Berry escrutan la realidad desde detrás de la mirilla de un voyeur. El músico alcanzó el gran éxito en la segunda mitad de los años cincuenta, cuando ya frisaba la treintena, pero fue el gran retratista de la generación de adolescentes que se desperezaba entonces. Unos jóvenes que comenzaban a afirmar su identidad en la elección de determinados bienes de consumo. Por eso Chuck lo fotografía todo en sus canciones, desde el modelo de coche a la marca del frigorífico pasando por las comidas precocinadas para cenar frente al televisor. Además, You never can tell presenta una inusual melodía con desenfado de charanga, alejada de la habitual estructura de sus otros temas, motados sobre el esqueleto del blues de 12 compases.

El declive

Pero no siguieron muchas más canciones de esta calidad ni de este éxito. Poco a poco Berry fue perdiendo pie, a medida que el rock se iba alejando de sus raíces. Estilos como la psicodelia, el folk barroco o el rock progresivo nada tenían que ver con lo que hacía Chuck, un compositor de piñón fijo que tampoco registró grandes esfuerzos por actualizar su sonido. It wasn't me, Ain't that just like a woman y My Mustang Ford son en realidad todas la misma canción con la letra cambiada. Podemos disculpar al gran público por haberlas ignorado. A mediados de la década, el músico se había quedado sin sello discográfico, aunque no tardó en encontrar otro para encadenar nuevos fracasos.

Declives aparte, la vida seguía igual para Chuck, que como artista en directo mantenía cierto público fiel. Las mujeres iban y venían, disfrutaba de su gran finca Berry Park y cada año adquiría un nuevo Cadillac. Al principio acostumbraba a regalar el antiguo a sus padres o a algún apreciado empleado, pero cuando descubrió que mantenerlo desgravaba, optó por acumular los modelos. Al escribir el libro, su garaje cobijaba seis vehículos de tronío.

En 1968 el rockero echó cuentas: apenas recibía un 38% de los ingresos que generaban sus conciertos, y de ahí tenía que pagar a los músicos. Tanto estas cantidades como las derivadas de los royalties se las freían a impuestos. Decidió comenzar a invertir en el cemento y compró sus primeros edificios.

Hay un momento en que ciertos cantantes alcanzan el status de leyenda, que es una forma que tiene la industria del espectáculo de decirte que eres una antigualla inofensiva a la que piensan rendir homenaje un día de estos. A principios de los setenta Chuck Berry iba camino de esa tumba, rumbo al decadente circuito de la nostalgia. Pero en 1972 aún le quedaba una última e inesperada bala en la cartuchera en forma de canción. My ding-a-ling es un tosco eufemismo sobre la masturbación envuelto en una melodía infantil. Alcanzó el número uno, pero nuestro hombre no supo aprovechar el impulso para consolidar otra racha ganadora. A partir de ahí, se acabó el éxito.

En agosto de 1979 Chuck volvía a la cárcel, aunque sólo por unos meses. Esta vez el motivo era económico. El músico, siempre receloso con los pagos, exigía que le abonaran los conciertos en mano y antes de comenzar a tocar. El Fisco cayó un día en la cuenta de que Berry estaba pagando sus impuestos de aquella manera y lo empuró.

En 1987 se preparó un rescate de su carrera con la filmación del documental Hail hail rock and roll, respaldado por músicos como Keith Richards y Eric Clapton. Las trifulcas con Richards fueron legendarias, pero no pasó gran cosa con el filme; tampoco con la autobiografia publicada entonces buscando un efecto dominó.

Los problemas con la justicia volvieron poco después. El voyeur pasó del dicho al hecho instalando cámaras en los baños femeninos de un local de su propiedad. Además, incautaron marihuana en su casa. Berry, cercano a los 70 años, escapó de milagro, no sin antes haber convencido con dinero a algunas de las muchachas grabadas para que desistieran de sus acciones legales.

A la luz de su autobiografía, cabe preguntarse: ¿Fue Berry el inventor del rock o su Harpagón? Pues ambas cosas. Innovador guitarrista, intérprete eléctrico y letrista de genio, Chuck concentró su brillantez en un periodo relativamente corto de tiempo. Después quiso a menudo dar gato por liebre refritando viejas ideas para hacerlas pasar por nuevas. Sus tonadas posteriores eran recuelos de las antiguas. Hay una amplia camada de hermanas gemelas de Johnny B. Goode y otra de Carol. Es verdad que su cancionero fue saqueado por otros sin mucho pudor, pero él fue su peor ladrón, maestro inigualado del autoplagio.

En realidad, Chuck Berry sólo tuvo una idea, pero fue una idea genial, inigualable: el rock and roll. Hizo muy bien en justipreciarla alto. Si miles de músicos se iban a ganar la vida con ella, quien menos que su inventor para rentabilizarla. Larga vida a su música.