Nico era apenas un verija cuando asomó la cabeza por aquella puerta y se me quedó mirando. Yo estaba sentado enfrente de un ordenador en la delegación de Canarias7 en Telde y fue el periodista Gaumet Florido, su amigo de la universidad, quien hizo los honores. No recuerdo muy bien, debía ser finales de los años noventa o principios de la década siguiente. Nico acababa de terminar la carrera y daba sus primeros pasos en el asunto periodístico. En realidad, no estábamos tan lejos. Ambos éramos, y seguimos siéndolo, aprendices del oficio. Ahora con algunas canas, eso sí. Casi veinte años ya.

Aquel pibe de Melenara se baqueteó en la Cadena SER. Lo volví a ver contando cadáveres, demasiados cadáveres, en la cofradía de pescadores de Morro Jable, en las playas de Tuineje, en Salinas del Carmen. Las pateras se cruzaron en su camino, le abrieron a un mundo cercano, complejo, difícil y desconocido. Y le escuché contar sin descanso con las dos armas que tenía a su alcance, un micrófono y la indignación. Y su voz y su aliento se empezaron a colar entre otras voces, trasladando con firmeza a los hogares de toda España la tragedia de quienes perdían la vida en el intento de alcanzar nuestras costas.

En Nuadibú, al norte de Mauritania, se empeñó en poner nombre y sonido a los protagonistas de aquel viaje. Su cobertura de la crisis del Marine I, un barco cargado de ciudadanos asiáticos que huían del conflicto de Cachemira y que acabó enredado en la absurda burocracia de nuestra frontera sur, fue de manual. Indagó, preguntó, inquirió y volvió a preguntar. Hasta la extenuación. Fue, vio y contó. ¿Qué otra pócima mágica tiene, si no, nuestro oficio? Cuando los cayucos empezaron a salir de Senegal, no lo dudó ni un instante. Ni siquiera una gastroenteritis de caballo le impidió seguir hacia el sur, llegar a Saint Louis y mezclarse entre los pescadores de Guet Ndar, narrar su desesperanza, sus cómos y sus porqués.

En ocasiones viajamos juntos. En Dakar conocimos un encierro fugaz en una comisaría, nos apretujamos en una guagua de paradas infinitas, nos subimos a una canoa y nos maravillamos con la misteriosa luminiscencia del río Casamance, fuimos hasta la isla de Diogué donde Sonko, el organizador de viajes hacia Canarias, nos sorprendió con los detalles de su negocio, y nos partimos de risa en Karabane cuando una araña gigante le dio un susto de muerte. Le recuerdo con nitidez micrófono y grabadora en mano, apoyado en una cerca de madera, contando y contando. O cargando su inmensa maleta con los pies en el agua o pisando moqueta en alguno de los premios que ha recibido. Daba igual, siempre era el mismo Nico.

Después lo llamaron a Madrid y se abrió camino en otras selvas. No importa lo lejos que estuviera la noticia, ahí estaba él. Sin dudarlo un instante, sus pasos le llevaron hacia el devastador terremoto de Haití, la terrible guerra de Sudán del Sur o República Centroafricana, el tsunami en Japón o la matazón del Mediterráneo, ya fuera en las costas griegas, junto a los ataúdes en fila de Lampedusa o a los pies de nuestras vallas llenas de espinas. Sus ojos reconocieron el mismo dolor de las playas de Fuerteventura en aquellos otros nadies y su voz siguió contando. La indignación renovada, cada vez más grande pero también inspiradora. La necesidad de seguir. Su compromiso es con ellos.

Creo que hay dos diamantes que brillan en la manera de entender el periodismo de Nicolás Castellano: un rigor a prueba de bomba y el respeto por los protagonistas de sus historias. Da igual que sea un ministro o un campesino, un refugiado o un obispo: a todos se acerca con la misma curiosidad intacta de taxidermista pero siempre desde una enorme consideración. Por eso, porque el periodismo, el de las grandes historias bien contadas, está herido y preso de la cruel tiranía del espectáculo y la inmediatez, y porque a él le pierde el afán por entenderlo y explicarlo todo sin importar si invierte años en el empeño, aquel pibe de Melenara que sigue siendo, el nieto de Chele, el que da saltos de alegría en Bangui con el ascenso de su Unión Deportiva y el que disfruta tantísimo con sus amigos de toda la vida, sigue nadando contra corriente.

Su segundo libro, Me llamo Adou, no es sino una muestra de esa constancia. El Nico de siempre, más necesario que nunca.