En Racalmuto era octubre, al sol le había dado por picar de lo lindo y el calor presagiaba tormenta. Unas nubes negras se habían posado de manera algo sospechosa sobre el castillo Chiaramontano pero lo último que pensé fue en un diluvio universal como el que unos minutos más tarde vi reflejado en la gran foto de portada del Giornale di Sicilia. Una riada enorme arrastraba vehículos y ganado por la campiña siracusana. Aluvione era el titular: el asunto metía miedo teniendo en cuenta, además, que Siracusa era la siguiente etapa del viaje que había comenzado en Punta Raisi, continuado por el norte de la isla, en Palermo y Cefalú.

En Racalmuto, el único motivo de la visita era Sciascia, Leonardo, la conciencia de Italia, el hombre que utilizó Sicilia como una metáfora de la vida hasta el momento de su muerte cuando, al mismo tiempo, se extinguió una de las voces más claras y precisas del mundo intelectual italiano de todo el siglo XX. Para él, al igual que Diderot, sólo existían el conocimiento y la verdad y, como sucedía con el enciclopedista del Siglo de las Luces, consideraba el primero un instrumento para alcanzar el segundo. Lo tenía por un ilustrado en cierta medida feliz, y comparaba su mente con la de Alberto Savinio que vendría al mundo dos centurias después. Lo mismo uno que otro no eran felices por ser egoístas, de la manera que podría llegar a pensarse, sino por todo lo contrario: practicar el altruismo. Para explicarlo le gustaba referirse a un episodio de la muerte de este último. Merece la pena recordarlo. Savinio y su esposa dormían en habitaciones separadas. El escritor y pintor estaba enfermo, padecía del corazón, por ese motivo mantenía su cuarto abierto. Una mañana la mujer se levantó y halló la puerta cerrada. Savinio, es decir, Andrea de Chirico -en realidad ese era su nombre antes de que decidiera darse a conocer a través de un seudónimo- se encontraba al otro lado, muerto. Sacó fuerzas de flaqueza para levantarse y cerrarla con el fin de ahorrarle a su mujer la pena de verlo muriendo. Un gesto conmovedor de generosidad extrema. Sciascia no se hallaba por debajo de esa línea de actuación. A la vez que un hombre con cultura del Setecientos, quiso estar también con su tiempo. Era un riguroso polemista de poderosa y lúcida inteligencia. Fue el verdadero puente de conexión de Sicilia con Europa. Combatió el "fascismo eterno", el "catolicismo manierista" y a los "cretinos de izquierdas", su servilismo oportunista, su indiferencia amoral, sus bandas y sus camarillas. Obviamente nunca tuvo el consenso de la Italietta mezquina, que lo consideraba un hereje.

La viña del abuelo

Racalmuto era para Sciascia una isla dentro de la isla. Su padre siempre había desechado la idea de comprar una casa, vivían de alquiler, sin embargo él no siguió su ejemplo: adquirió una en la tierra que le vio nacer, heredó la viña de un abuelo y compró un terreno al lado de la vivienda para que no le molestaran, donde plantó dos hectáreas de olivos que dieron fruto, aunque escaso, para unos treinta litros de consumo particular. El vino le suponía un coste altísimo, pero él se empeñaba en tenerlo y ofrecerlo a los amigos. A Domenico Porzio, el autor de un libro de conversaciones, le contó que la cosecha le garantizaba entre quinientas y seiscientas botellas. Según él, demasiado poco para venderlo y mucho para regalarlo. El vino de Sciascia, igual que ocurre con sus primos de la zona, era denso e impenetrable como el color del mar que proporciona el título a una de sus colecciones de cuentos. De esos que se pueden beber cuando son jóvenes, y de viejos aprietan el gaznate.

Salvatore Vullo escribió todavía no hace mucho un interesante libro sobre el campo y la alimentación en Racalmuto, el corazón de la Sicilia rural, donde los rebaños de ovejas aún interrumpen ocasionalmente el tráfico en las carreteras locales. En él figura una especia de corolario de las recetas que al propio Sciascia le gustaba cocinar, el huevo escalfado del abuelo, la pasta con sardinas, las verduras silvestres de su tierra, el panelle, las chuletas de cordero, la caponata de Leonardo, el bacalao, etcétera. El libro se convierte en un viaje por el campo y la cultura agraria de Sicilia, con notas sobre los ingredientes de las comidas que reseña y algunas referencias literarias.

Vullo cuenta cómo la cultura campesina ha dejado muchas huellas materiales pero ninguna palabra. Sciascia era un gran conocedor del mundo agrícola, de la variedad de productos del campo, de la gastronomía, de los platos, de las tradiciones populares, apreciaba la cocina y sabía cocinar. Fue uno de los pocos escritores italianos capaz de convertir la realidad campesina en literatura sublime. El libro, Di terra e di cibo, dispone de un simbólico prefacio de Carlo Petrini, presidente de Slow Food, que glosa precisamente estos rasgos de un escritor que lo mismo era capaz de reflexionar lúcidamente sobre la política, el psicoanalisis, Mazzarino, Stendhal o Diderot, que de detenerse a comentar las propiedades del olivo, la aceituna, el cordero adulto ( castrato) o el queso pecorino (de oveja).

En Racalmuto, aquella tarde, cuando me acerqué a la Fundación Sciascia el riesgo de tormenta no se había conjurado. Dos días después lucía el sol.