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El laberinto de Woody Allen

Jorge Fonte presenta un nuevo libro sobre el neoyorquino, un trabajo en el que repasa el cine que le gusta al director de Brooklyn

Woody Allen, durante el Festival de Cannes de 2015. IAN LANGSDON / EFE

No existen muchos cineastas vivos que puedan alardear de una carrera tan regular, coherente y copiosa, ni creadores tan dotados para la observación ingeniosa y la crítica con retranca como Woody Allen (Brooklyn, Nueva York; 1935). Sin embargo, la audiencia de la que goza entre la prensa especializada de medio mundo desde su explosivo debut como director en Toma el dinero y corre ( Take the Money and Run, 1969), una delirante comedia de sketches escrita por el propio Allen y su amigo y mentor Mickey Rose, no es la misma que podría esperar del gran público, como se infiere del escaso éxito que obtienen sus películas en las grandes áreas rurales de Estados Unidos y de las serias dificultades con las que se enfrentan sus productores para la distribución de aquellas más allá de las fronteras europeas o de las grandes metrópolis estadounidenses, como Nueva York, Chicago, Seattle, Filadelfia, Los Ángeles o San Francisco donde su prestigio permanece intacto.

De ahí que, salvo que se opere en él un más que improbable giro hacia la irrelevancia artística en beneficio del éxito comercial, Allen seguirá siendo por los siglos de los siglos un director provisto de línea directa con la middle class: un cineasta que busca la complicidad de su cine dialogando con un público medianamente ilustrado, culto y, sobre todo, con una actitud intelectualmente viva y constructiva, cosa muy difícil de encontrar entre los espectadores más proclives al consumismo. No en vano en su cine, como apunta certeramente Jorge Fonte en su libro Woody Allen: el cine dentro de su cine (Diávolo Ediciones), "?la afición que Allen siente por el cine es tan grande que se va a ver trasladada a sus propias películas (como una extensión biográfica más) de forma que en la mayoría de sus films se habla de cine (de películas, de actores, de directores) con total y absoluta normalidad. Es más, es absolutamente normal que los personajes de sus películas (ya sean interpretados por él o no) demuestren ser unos grandes cinéfilos?".

Desde que se convirtió, hace ya algunos años, en una figura de referencia en la cultura occidental de la segunda mitad del siglo XX gracias a esa pléyade de críticos y espectadores high brow que, poco a poco, lo han ido aupando al altar supremo de la cinefilia, y gracias también a su obstinada entrega a un cine del que no abdica ni con las tentadoras ofertas que recibe a menudo de las grandes compañías del sector, Allen sigue en boca de todos, cinéfilos y no tan cinéfilos, como el paradigma por antonomasia del cineasta de nuestro tiempo, del creador insobornable que, desde su celosa independencia, mira al mundo con estoicismo, humor, inteligencia, ternura e ironía, aunque en algunos de sus filmes, especialmente los que pertenecen a su etapa más reciente, haya agregado ciertas notas de amargura y alguna que otra dosis de nihilismo en su afán por escarbar cada vez más a fondo en los procelosos conflictos que martillean la conciencia del hombre contemporáneo.

Amor al cine

En muchas de sus películas, incluidas las menos afortunadas, palpita siempre un sentimiento de rendida admiración por las figuras canónicas del séptimo arte y por títulos que, a lo largo de la historia, han dejado en los espectadores un poso imborrable de sabiduría, sensibilidad y emoción, como esa emotiva y surrealista declaración de amor al cine que se desliza en la formidable La rosa púrpura del Cairo ( The Purple Rose of Cairo, 1985); las palpables referencias al universo felliniesco en Alice (1990, Recuerdos ( Stardust Memories, 1980) o en Acordes y desacuerdos ( Sweet and Lowdown, 1999); el memorable homenaje que tributa al expresionismo alemán en Sombras y niebla ( Shadows and Fog, 1991); la admiración confesa por el cine de los Hermanos Marx en Todos dicen I Love You ( Everyone Says I Love You, 1996) o su manifiesta devoción por el maestro Ingmar Bergman, sutilmente expresada a través de las agudas y emotivas imágenes de Annie Hall ( Annie Hall, 1977) o de Interiores ( Interiors, 1978).

"Dada su irrefrenable tendencia autobiográfica en sus propias películas", puntualiza Fonte, "es normal que este amor hacia el séptimo arte sea una constante más en sus films. De hecho, el ir al cine se va a convertir en un efecto recurrente a lo largo de su carrera, en un acto cotidiano para sus personajes. Allen lo utiliza no solo como puro entretenimiento cultural y escuela educativa sino además como una curación para muchos males (tanto de carácter anímico como psicológico). Sus personajes van al cine en busca de una experiencia intensamente personal, y todos van a mantener también esa increíble admiración que el propio Allen siente por las películas".

Pero el director de Brooklyn no ha sido solo un obstinado observador de la sociedad de nuestro tiempo y de sus continuos y convulsos cambios de registro a través de una filmografía que supera ya los cuarenta largometrajes. Su debilidad por el jazz, la magia, el teatro y la literatura es bien conocida por su legión de followers. Libros, por ejemplo, como Perfiles (1980), Cómo acabar de una vez por todas con la cultura (1987), Sin plumas (1997) o Pura anarquía (1980), con muchas ediciones a sus espaldas, ofrecen pruebas más que concluyentes de la poliédrica personalidad de este mago incombustible del humor al que Fonte, con su rigor habitual, dedica este libro tras la publicación de Woody Allen. Escritor y cineasta (Ed. La Página, 2012) y Woody Allen. Músico y cineasta (Ed. Milenio, 2015).

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