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Festival de San Sebastián

La abuela de la Nueva Ola

El Festival de San Sebastián entrega el Premio Donostia a la cineasta belga Agnès Varda

La cineasta belga Agnès Varda, a su llegada al 65º Festival de San Sebastián. EFE

La presencia continuada de Agnès Varda (Bruselas, 1928) en festivales como el de Cannes, Locarno, Berlín, Venecia, Mar del Plata, Toronto, Montreal, Locarno o San Sebastián ya se ha convertido en un elemento más de los variopintos paisanajes que se concentran cada año en estos importantes certámenes. Ver su diminuta y sonriente figura en el trasiego cotidiano de estas bulliciosas citas internacionales representa, desde hace décadas, una estampa tan icónica que, cuando nos falte, no dudamos lo más mínimo de que acabaremos por extrañarla, tanto por su inimitable talento creativo, digno de todos los elogios, como por su cálido y muy pintoresco estilo personal volcado en responder amable e inteligentemente a las interpelaciones de quien se muestra interesado por su larga carrera profesional. Resulta cuanto menos curioso verla en el Lyon's Bar de Venecia, en la terraza del Hotel Carlton de Cannes o en el Guría de Donostia rodeada de jóvenes cinéfilos acribillándola a preguntas sin que pierda en ningún momento su generosa y emblemática sonrisa. Tout un personnage.

En 1985, con motivo de la presentación en la Mostra de Venecia de Sin techo ni ley ( Sans toit ni loi), con la que obtuvo el máximo galardón, y en medio de una tumultuosa rueda de prensa, nos lo dejó bien claro. "El cine es mi modo de expresión, mi alimento cotidiano; sentirme rodeado de gente que lo ama en medio de un festival que celebra su existencia durante ocho o diez días me hace sentirme especialmente feliz, por eso me ven ustedes con tanta frecuencia en los festivales. Y además me permite ojear los trabajos de muchos de mis colegas, costumbre, por cierto, muy recomendable para poder contrastar tu propia obra y que recomiendo a todos que adopten", apuntó.

Aunque de origen belga, la conexión profesional de Varda con el cine estuvo siempre del lado de los creadores franceses en cuyo entorno debutó como directora, en 1955, con La Pointe Courte, un filme dotado de una frescura y espontaneidad inusitadas -inédito aún en nuestro país- y protagonizado por el gran Philippe Noiret y Silvia Monfort que ya presagiaba la llegada, algunos años más tarde, de los nuevos profetas del cine galo, los Truffaut, los Chabrol, los Rivette, los Resnais, los Malle, los Marker, los Robbe Grillet o los Rohmer, muchas de cuyas películas ocupan, desde el día de su estreno, un lugar de honor en los anales de la cultura europea de la segunda mitad del siglo XX con títulos de la intensidad poética de Jules y Jim ( Jules et Jim, 1961), Al final de la escapada ( À bout de souffle, 1960), Los 400 golpes ( Les quatre cents coups, 1959), Hiroshima, mon amour ( Hiroshima, mon amour, 1959) o La guerra ha terminado ( La guerre est finie, 1966). Y nuestro personaje fue, después del incontrovertible Jean-Pierre Melville, su principal precursora.

Junto a Jean-Luc Godard, de 86 años, la autora de Loin du Vietnam (1967) es hoy la última de las supervivientes de la Nueva Ola francesa, la corriente que conmocionó el panorama cinematográfico europeo en la década de los años cincuenta y que exportó al resto del mundo, con su marca indeleble, una nueva y revolucionaria manera de entender el séptimo arte, lejos de los inflexibles patrones impuestos por la vieja industria y a años luz de las convenciones de un lenguaje que de ningún modo representaba el impulso renovador por el que postulaban los jóvenes cineastas que pilotaron aquel brioso movimiento artístico.

Pues bien, será esta misma noche, en el escenario del recompuesto Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián, cuando la realizadora belga reciba el Premio Donostia a su carrera, semanas antes de que recoja el Oscar honorífico que le otorga este año la Academia de Hollywood por idénticos motivos. El homenaje, que incluye el estreno nacional de Visages, Visalles (2017), su último filme estrenado en la pasada edición del festival de Cannes donde retoma el género documental con la propia directora como protagonista, constituye un acto de plena justicia hacia una cineasta que, en tiempos difíciles, supo complementar perfectamente sus pulsiones vanguardistas con su férreo compromiso con el movimiento feminista, dejándonos trabajos sobre el tema tan bizarros como Las criaturas ( Les Créatures, 1966), Cleo de 5 a 7 ( Cléo de 5 à 7, 1962), La felicidad ( Le Bonheur, 1965), Una canta, la otra no ( L´une chante l´autre pas, 1977), Las playas de Agnès ( Les plages d´Agnès, 2008) o Sin techo ni ley, cargados todos de poderosas cargas de profundidad contra flagrantes casos de desigualdad y opresión social en la Europa democrática.

Su reiterado entusiasmo por el género documental se puso también de manifiesto en títulos como Plaisir d´amour en Irán (1976), un bellísimo cortometraje sobre el encuentro de una joven pareja con la exuberante arquitectura iraní y el efecto emocional que ese escenario provoca entre ambos protagonistas o en Black Panthers (1969), cuyo rigor testimonial sobre la legendaria organización revolucionaria estadounidense de los años sesenta ha quedado como ejemplo de objetividad ante una situación que levantó no pocas ampollas en el complejo escenario político norteamericano de aquellos inquietante años. En Loin du Vietnam (1967) encara, junto a Lelouch, Godard, Marker, Resnais, Ivens, Klein y Strenberg, la intervención estadounidense en Vietnam en un documental colectivo en el que, además de denunciar la acción ofensiva del Ejército invasor, se pone de manifiesto la posición cuasi oficial de los miembros de la Nueva Ola ante un conflicto cuyo enquistamiento marcó para siempre la conciencia del pueblo norteamericano.

En el año 2000, con 72 años, dirige Los espigadores y la espigadora ( Les glaneurs et la glaneuse), lo que para muchos observadores constituye su obra más lírica y demoledora en el campo del documental. Un filme de 79 minutos de duración, y de una sensibilidad absolutamente sobrecogedora, que retrata la situación de marginalidad de quienes se ven forzados, a lo largo y lo ancho de Francia, a hurgar entre los desechos que dejan los demás para, simplemente, sobrevivir. Varda nos lo muestra sin los típicos aparejos del sensacionalismo, dejando que sea su cámara la que nos guie por los senderos de la miseria y mostrándonos un mundo dominado por el consumismo más procaz y desmedido. La película, que obtuvo el Premio a Mejor Documental Europeo del año, resume como ninguna otra, el peculiar estilo cinematográfico de esta veterana realizadora en cuyo haber figuran algunos de los filmes más originales y aleccionadores del cine contemporáneo.

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