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Teatro

"No fue fácil empezar una vida en España, sin poder volver a mi país"

"Me empeño en que mi personaje sea verdad y, mientras dura ese juego, siento que estoy vivo", manifiesta el actor Héctor Alterio

Héctor Alterio en el Teatro Cuyás

Héctor Alterio en el Teatro Cuyás

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Héctor Alterio en el Teatro Cuyás Nora Navarro

El instante antes de responder a una pregunta, Héctor Alterio ladea la cabeza, abre sus grandes ojos celestes y, cuando descerraja el recuerdo exacto en el océano de su memoria octogenaria, dibuja una sonrisa emocionada y se manda a hablar, como si volviera a recordar de dónde viene y por qué está aquí. "Nací en 1929 en Buenos Aires, así que haciendo el cálculo rápido, tengo 88 años y, dentro de dos años, cumplo 90. Si sigo así, a los 90 años puedo seguir haciendo esto", declaró ayer a su llegada al Teatro Cuyás, donde hoy brinda la última función de El padre, de Florian Zeller. "Y aquí viene la incógnita mía: ¿esta gente viene por el fenómeno de ver a un actor anciano de 88 años o van a venir a ver una función?", añade, riendo. "Bueno, yo sé que esto es inevitable, pero lo tomo así, con una cierta tranquilidad, porque es la vida misma".

Su personaje en El padre, que sufre de Alzheimer, le sitúa en el extremo opuesto a su papel en El hijo de la novia. ¿Le inspiró su papel en el filme de Campanella para bordar este protagonista?

Sí, en El hijo de la novia interpretaba al marido del personaje de Norma Aleandro, enferma de Alzheimer, así que a mí me tocó hacer el papel del que vive y sufre la enfermedad desde fuera, que sufre más que el enfermo en sí mismo, que está inmerso en un pozo negro. Pero sí que hay una anécdota previa a comenzar a rodar la película, que se produce cuando Juan José Campanella me pregunta si yo tenía conocimientos cercanos sobre el Alzheimer, que yo nunca había tenido. Entonces, me llevó a una residencia donde estaba alojada su madre, a la que visitaba periódicamente y que padecía esta enfermedad, y me encontré con una mujer mayor, desorientada, que balbuceaba cosas. Me sentía impotente, porque no sabía qué hacer ni qué decir, así que Campanella y yo decidimos salir de la residencia y llevarla a dar un paseo. Cuando salimos, ella iba en el centro; cogida, por un brazo, de su hijo, y por el otro, de mí. Cuando caminamos 100 metros, ella en silencio, nosotros hablando, ella se para de repente, abre los ojos y dice: ¡Ay, si me viera mi papá! Ella tenía 80 años, pero tenía temor a que el padre la viera con dos hombres distintos. Aquello me impacto muchísimo. Entonces, dimos la vuelta, llegamos al portal de la residencia y negó con la cabeza. "Yo aquí no entro", nos dijo. Esas dos situaciones las viví antes de empezar a filmar El hijo de la novia y me sirvieron en cierta medida para tener algún conocimiento; si no, nunca hubiera tenido de cerca la posibilidad de ver a un enfermo de Alzheimer, que me impactó tanto.

¿Y este bagaje se integra en su papel protagonista en El padre?

Claro, todo sirve para el trabajo del actor pero, lo que más sirve a mí, es creérmelo yo, para que me crean a mí. Y yo me creo a este personaje, cuando lo leo, cuando lo interpreto y cuando lo vuelvo a interpretar. Mi preocupación es que el espectador sienta lo mismo y por eso me empeño en que este personaje sea verdad. Y mientras dura ese juego, siento que estoy vivo.

La sucesión de escenarios debe de exigirle más trabajo que los rodajes, ¿qué le da el teatro?

Yo no puedo vivir sin el teatro y no puedo vivir sin el cine, porque son dos vertientes muy distintas. Por una parte, el cine me posibilita una trascendencia que el teatro no tiene. Me refiero a esa trascendencia de que uno hace un trabajo que tiene la capacidad de dar la vuelta al mundo, incluso sin yo tener ya ninguna relación laboral ni física con ese trabajo, y que siga viéndose en todas partes del mundo. Eso posibilita una trascendencia que el teatro no me da. Pero claro, por otra parte, el teatro me permite estar pendiente día a día de la reacción del espectador y eso me regala la posibilidad de mejorar mi trabajo en cualquier aspecto que yo crea mejorable de lo que pasó la noche anterior. Y eso no me lo da ni la televisión ni el cine, donde, por otra parte, se paga más dinero y eso hay que tenerlo en cuenta. Pero, bueno, si después de esta reflexión me sigue preguntando dónde me siento más actor: es en el teatro.

Sin embargo, también ha manifestado su inquietud por caer en la repetición de actuaciones en el teatro. ¿A qué se debe?

Sí, me preocupa caer en la repetición y por eso digo que trato de mantenerme siempre alerta, para que la repetición no me inmovilice a lo largo de las funciones. Claro, nosotros estamos repitiendo 120 veces una función tras función, pero no es así para el señor que se desplaza al teatro, paga la entrada y se sienta en la butaca. Aunque yo venga de hacer lo mismo la noche anterior, para él es un estreno, lo está viendo por primera vez. Ese señor es mi medida del público y la alerta me mantiene vivo, porque me lleva a hacerlo lo mejor posible. Ese señor que compra esa entrada es el milagro de esta profesión.

Usted desembarca en España en 1974 y se afinca definitivamente por razones políticas. ¿Cómo recuerda ese recomienzo a este lado del Atlántico?

Yo llegué a España en septiembre de 1974, porque venía al Festival de Cine de San Sebastián, donde presentamos la película La tregua, basada en una novela de Mario Benedetti, que estaba nominada al Óscar. Yo no venía a quedarme, pero me quedé, porque se produjo una amenaza de muerte en Buenos Aires de parte de la agrupación de ultraderecha Triple A [la Alianza Anticomunista Argentina]. Así que me instalé en una pensión en Madrid y empecé a buscar trabajo, y aquí me quedé, aunque estoy sintetizando un poco [risas]. Y luego no volví a Buenos Aires hasta que se disolvió la Junta Militar que estaba gobernando la Argentina en ese período, hasta 1983. Por tanto, estuve unos siete u ocho años de mi vida sin poder pisar Buenos Aires. Y lo hice tímidamente más o menos en esa época, cuando me llamaron los compañeros o directores de las películas en las que yo trabajaba, donde cada vez que ponían mi nombre era sistemáticamente tachado. Cuando ya no lo tacharon más, mis compañeros me llamaron por teléfono y me dijeron: "Héctor, ya puedes venir". Por fin terminaban su mandato los militares y se produjo el cambio político.

¿Por qué decide establecerse en España y cómo ha afrontado vivir con el corazón dividido entre ambos países?

Pues es duro, muy duro, muy duro, máxime cuando tienes familia. Mi primer hijo, Ernesto, nació en 1970, así que cuando comienza esa situación de la dictadura tenía tres años. Y mi hija, Malena, nacía en 1974, así que siendo un bebé, cuando mi mujer vio que las cosas se ponían feas, me los traje a todos a España. No fue nada fácil empezar una vida en España, sin poder volver a mí país, porque no me conocía nadie y pasamos necesidades. Pero cuando uno está al límite de las situaciones, se producen cosas realmente notables. Al año siguiente llegó Cría Cuervos, con Carlos Saura, por ejemplo. Siempre recordaré que mucha gente que no tenía nada que ver conmigo, ni con mi historia, ni con mi vida, se portó generosamente conmigo, tanto en lo laboral, como en lo económico, y eso fue muy conmovedor para mí. Esas situaciones límite hacen que uno sepa cómo son los seres humanos y que seguimos adelante gracias a la bondad de otras personas.

Y con 70 años de profesión a sus espaldas, ¿le hace feliz haber dedicado su vida a este arte?

Me hace feliz y el balance siempre es positivo. Esta es una profesión en la que hay bajones, como es natural, pero si hay algo que rescato de estos años es que me he sentido protegido por el cariño de la gente. A medida que pasan los años, lo valoro cada vez más.

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