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Crítica Orquesta y Coro de la OFGC

Haendel y Alejandro Magno en un admirable festival barroco

El ególatra y divinizado -según Dryden- Alejandro Magno se sentiría feliz con la Oda que dedicó Haendel a la celebración de su conquista del imperio persa. La del viernes fue una noche mágica en el Auditorio. El maestro Roy Goodman, destacado intérprete del patrimonio barroco, se volcó en conseguir una ejecución llena de energía. Cuidando los detalles y modelando un todo vitalista así en lo íntimo como en lo fáustico, aportó un argumento más contra las famélicas conjeturas musicológicas y pedantes que cada vez interesan menos. Si el pensamiento de Haendel pudiera expresarse con los medios de hoy, su sonido sería parecido al que escuchamos aquí a un grupo orquestal de treinta atriles y sus solistas, un coro grande y generoso, unos cantantes en clara línea de estilo y un órgano imponente. Porque es lo que vive en el corazón y en la piel de esta música.

Empezando por la orquesta, su empaste y coloración fueron idóneos, con solistas memorables como la arpista Catrin Mair Williams en el bellísimo "concierto" intercalado entre las páginas vocales y corales. Antológicos sus "ecos" pianísimo. También las trompas de Zarzo y Elisa Verde en breves pero contundentes páginas. Y no menos el organista Stephen Farr o los tres servidores del continuo: Mikhailov al cello, Thiel al contrabajo y Sebastián al clave. Nivel general de excelencia.

El Coro de la Filarmónica y su director, Luis García Santana, sorprenden siempre por el rigor y la calidad de sus prestaciones, tan numerosas y variadas en esta obra: cohesión, brillantez, equilibrio de las cuerdas y ágiles reflejos ratifican la certeza de tener en casa una joya de alto valor. Curiosísimos los reguladores ascendentes sobre una vocal, pedidos por la batuta; y sedosa o bruñida la sonoridad según las fases del relato.

Mención aparte de las voces solistas. La soprano rumana Ana María Labín, perfecta estilista en el canto silábico y en los difíciles melismas ornamentales. El tenor grancanario Juan Antonio Sanabria, lírico y refinado, con un precioso timbre que proyecta su emisión a todos los rincones del Auditorio. Y el barítono británico Bradley Travis, tan eficaz en sus páginas como expresivo en uno de los momentos en que Goodman introduce ideas semiescénicas. Los tres en el punto idóneo de los recitativos, ariosos y arias que desarrollan el carácter -según Dryden y Haendel- de Alejandro, Thais y demás personajes histórico-míticos.

El subtítulo de la Oda, El poder de la música, describió la interpretación del director en el extenuante control de entradas y desarrollos, la estimulación de una vivacidad luminosa en los ritmos, las tensiones y la concertación coral/instrumental. Ojalá tengamos más ocasiones como ésta. La única pena es que se queden en una sola ejecución (eso sí, con la sala abarrotada).

Finalmente, muy oportunas las palabras preludiales de Ricardo Ducatenzeiler. Vino a decir, con afecto y elegancia, que hace muy feo la fuga precipitada de una parte del público cuando aún no se han extinguido los armónicos del último acorde. Yo creo que feísimo.

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