Lanzarote, 9 de mayo de 1919

Un zumbido incesante de moscas muestra el camino hacia el gran festín: sobre la mesa, tres platos con restos de arroz y cabezas de pichón y un reguero de vino tinto que mancha el suelo, las sillas y el armario donde se guardan los cubiertos y los manteles calados para los días de fiesta.

La luz del mediodía entra a bocanadas por una de las ventanas, una luz hiriente, curiosa. Envuelta en el polvo denso que flota por la casa, ilumina el interior: a unos metros de la cocina, sobre el suelo de baldosas color tierra, el cuerpo desparramado de María Cruz. Está cubierto de sangre, con el pelo negro alborotado, sucio.

Algunos mechones siguen pegados a la cara. Los ojos abiertos y quietos miran al techo. Como si buscaran alguna salida. Tal vez sólo se trata del gesto que queda cuando se muere de aquella forma. En el cuello tiene varios cortes. Uno profundo y largo. Casi como un collar. Alguien la rajó y su sangre salió a borbotones. Como una fuente rota, el líquido pardusco lo inundó todo. El rastro de su sangre puede seguirse con facilidad desde el postigo de la puerta hasta el suelo.

El denso goteo terminó por formar un pequeño charco, justo en la entrada. El viento lo ha cubierto de hojas secas y de tierra. Los guardias dicen que la cortaron como a un cerdo. Sólo les faltó abrirla en canal. Fue una muerte lenta y dolorosa. El cuchillo no estaba muy afilado y tuvieron que emplearse a fondo para poder acabar el trabajo.

Tuvo que chillar fuerte, hasta que ya no le quedó más sangre. Seguramente alguien hizo que María sacara la cabeza por el ventanuco de la puerta, y aprovechó para sujetarla por el pelo y cortarle el cuello. No una, sino varias veces. Después, como a un fardo empujó o empujaron su cuerpo, que cayó al suelo. Desvanecido y sin alma.

Mariposa y Malsepasa, los perros de la casa grande, no habían dejado de ladrar durante toda la noche. El guarda estuvo a punto de saltar de la cama y salir al patio con el palo que utilizaba para matar conejos. Tenía que hacer callar a aquellos malditos animales. Pero aquella noche, su mujer le pidió que no saliera. Era mejor quedarse quieto, no tentar al destino.

Los ladridos siguieron pero nadie se levantó. La mujer de Paco el guarda tenía fama de adivina. De sanadora amante de yerbas y rezos con los que quitar el mal de ojo y los empachos. Siempre sabía antes que los demás lo que iba a ocurrir.

Cuando el señor Antonio murió, ella lo supo al instante, y dicen que estaba en misa cuando se levantó y pidió a todos los presentes que rezaran un ave maría por el alma del difunto. La hija de don Antonio, que se encontraba en la iglesia, salió des-pavorida, esperando que la premonición de la mujer del guarda no fuera cierta.

Pero no tuvo esa suerte. Cuando llegó a su casa, su hermana acababa de juntar las manos de su padre sobre el pecho y le daba un beso de despedida. Hacía unos minutos que se había marchado a mejor vida. Doña Rosa, la mujer del guarda de la casa grande, era una autoridad en adivinar lo que estaba por venir. Y era capaz de sanar esos otros males que no se ven, que viven ocultos y dañan más que el hambre y el miedo.

El día anterior a la muerte de María Cruz había empezado a notar síntomas extraños. Doña Rosa se levantó con náuseas y mareos como si su cuerpo supiera que algo malo iba a pasar. Y cuando llegó la hora del ocaso, esa hora de la tarde en la que los muertos vuelven a la vida y los hombres se transforman en animales rabiosos, doña Rosa sacó el rosario que le había regalado su abuela y se puso a rezar en voz baja.

Por eso aquella noche el guarda de la casa grande, en lugar de hacer callar a los perros, sólo se levantó para atrancar mejor la puerta de la calle, después regresó junto a su mujer y se quedó quieto. Como si allá fuera no estuviera pasando nada. A la mañana siguiente la noticia de la muerte de María Cruz se había extendido por la isla. Como un reguero imparable, la versión de los acontecimientos crecía y se deformaba a medida que avanzaban las horas.

El crimen fue tan cruel, se hizo tan grande, que acabó por desatar el pánico. Los vecinos decidieron que era el momento de callar, de hacerse cruces y mantenerse en alerta y en silencio. Era su sino, entonces en Lanzarote lo mejor, lo que dictaban la ley y la costumbre era permanecer quietos, ajenos a lo que había ocurrido, y a lo que ocurrió después.

A los guardias no les extrañó que nadie oyera sus gritos. Nadie sintió los alaridos que tuvo que soltar María Cruz cuando le cortaban el cuello. En aquel pueblo era normal. Por las noches en Teseguite sólo se oye el batir de las palmeras, los quejidos del viento, y en ocasiones, como murmullos lejanos, los ladridos de Mariposa y Malsepasa, los perros del guarda de la casa grande. Si ocurre otra cosa, mejor es que nadie se dé por enterado.

Fue Tomás Robayna Alpuín, alcalde pedáneo del pueblo, el que acompañó a la pareja de la Guardia Civil hasta la casa. Diligente les mostró la mejor manera de acceder al interior de la vivienda, por una puerta lateral, difícil de localizar y que utilizaba María para dejar entrar a sus visitas. Nunca imaginó Tomás Robayna que ese gesto inocente terminaría por convertirse en su peor pesadilla.