Mujeres sujetando cestas con el cuerpo, ladera arriba, ladera abajo, la mirada siempre al frente. Aroma de frutas, pescado y mantequilla entre los mimbres, como hilos de un nido que sostiene hogares, porque ellas son hilos, pilares y raíces, y sin embargo, invisibles. Mujeres desgranando millo entre los dedos, arrancando papas, calabacines y tomates, arando la tierra, calentando leche, oreando sábanas al sol dorado de las islas. A menudo, mujeres sin nombre ni apellidos reflejados en el campo del olvido.

Su legado cristalizado en esculturas y murales jalonan los pueblitos de las islas que sembraron y regaron con las manos, pero «esa representación de la mujer del campo canario es la imagen que se nos viene a la cabeza, sobre todo, desde los entornos más urbanos, que no deja de ser una estampa y una mirada romántica y nostálgica».

«Creo que cometemos un grave error si no empezamos a ponerles nombres y apellidos, y a contar sus historias para entender de verdad el mundo de complejidades y el universo tan rico en el que estas mujeres se manejaron». Así lo refiere la realizadora e investigadora palmera Estrella Monterrey Viña, cámara en ristre y pies en la tierra, como una Agnès Varda espigando los relatos semienterrados de las campesinas y ganaderas de la isla de La Palma y el resto del Archipiélago. Su testimonio forma parte del documental Magas y maúras: desmontando estereotipos, producido por el Instituto Canario de Igualdad (ICI) y dirigido por Violeta Gil Quintana, con vocación de resquebrajar la fotografía de clichés y estigmas que constriñe la realidad cotidiana de las mujeres en el campo, en concreto, de las islas.  

El filme brinda una mirada plural, íntima y multifocal en las voces de cinco mujeres canarias cuya infancia o trayectoria se enraiza en el mundo rural: la filósofa Larisa Pérez Flórez, la artista Daniasa Curbelo, la agricultora Carla Halaby Pérez y la activista Jessica Pérez evocan a sus abuelas, tías abuelas y madres, y también a ellas mismas. Juntas reflexionan sobre el peso de los trabajos entrelazados; los cuidados en el nido, el árbol y el terreno; el pudor y la discriminación, que es patriarcal y clasista, hacia la periferia y las minorías.

En sus intervenciones, Larisa plantea una descolonización de la mirada para repensar el lugar de la otredad sin puentes de violencia, mientras que Daniasa rompe el molde homogeneizador o normativo para iluminar la diversidad de identidades que se cruzan en la condición de ser maga o maúra: la edad, el origen, la racialidad o la disidencia sexual, con un guiño a Rosario Miranda, mujer trans del entorno rural de Buenavista en plena dictadura franquista. También Estrella mira hacia las mujeres pioneras en la vanguardia del agro, que exploran caminos de innovación en sus explotaciones agrícolas y ganaderas por medio del cuidado y respeto al medioambiente.  

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Y todas coinciden en la herida abierta de los mitos y clichés sobre la mujer rural analfabeta, bruta y casi deforme, aún vigentes en el imaginario colectivo, y en la urgencia de restituir con dignidad el lugar que corresponde a la mujer rural en la historia de Canarias hasta el presente. En este sentido, Magas y maúras propone nombrarlas, primero, adueñándose de las palabras: «Yo creo que tenemos que recuperar el uso de la palabra maga o maúra, porque hay una idea muy equivocada de lo que significa», apunta Estrella. «Se asocia siempre con lo bruto o lo atrasado, pero una maga es una persona que sabe aprovechar las oportunidades que le da su territorio». 

La entereza frente a los temporales, inclemencias y malas cosechas, su resistencia, su rejo, brotan como los rasgos y aprendizajes que florecen en los recuerdos de las hijas de las mujeres del campo. Aquellas que, como manifestó Carla Simón sobre su obra Alcarrás, cultivaron los afectos con la misma dedicación y entrega que cultivaron la tierra. Reinas magas de esta tierra que hoy pisamos.