Algunos le titularían "El bueno, el feo y el malo" y otros "Solo ante el peligro". El podium del Tour de Francia, protagonizado por Alberto Contador, Andy Schleck y Lance Armstrong, es de película.

El tejano imaginó un Tour de Francia como un guión de Hollywood. Él, que durante su septenato había matado el suspense con su dominio de hierro sobre la carrera, se presentaba ante el pelotón con sus facultades mermadas: casi 38 años, tres de parón y, para más inri, una rotura de clavícula en plena preparación.

Asediado por los jóvenes ambiciosos, Armstrong se atrincheró en su particular "Fuerte Álamo" donde pudo desplegar sus mejores armas, su inteligencia de carrera y la guerra psicológica con la que trató de desestabilizar a sus rivales.

La "operación seducción" no era una empresa fácil. El todopoderoso Armstrong tenía que aparecer como un ser desvalido, como una potencial víctima, igual que Rambo, el representante del mayor Ejército de todos los tiempos, estaba abandonado a su suerte ante los malvados vietnamitas.

Para ser el héroe hollywoodiense Armstrong tenía que romper con la imagen que había proyectado desde que en 1999 ganó su primer Tour de Francia. Ni la soberbia que irradiaba desde la cima del podium ni la arrogancia con la que se dirigía al público le iban a servir para ganarse su cariño.

En siete años, Armstrong no logró conquistar al público francés que, en el mejor de los casos, le aborrecía, y en el peor le escupía desde la cuneta. Por eso abandonó la Costa Azul gala donde residió un tiempo y por eso afirmó con desprecio que sólo pondría el pie en ese país para ganar el Tour.

En su despedida en 2005, desde lo más alto del podium de los Campos Elíseos, el tejano dejó una frase llena de odio: "Yo no estoy aquí para hacer amigos entre la gente que pasa el día bebiendo mientras espera la carrera".

Ruptura total con un público que cada año llena la cuneta para darle al Tour de Francia un brillo particular que no tiene ninguna otra carrera.

En su retorno, Armstrong se propuso reconquistarlos y, para eso, sabía que tenía que poner la barra un poco más alto. No bastaba con ganar, como había hecho durante siete ediciones, había que mostrarse agradable, humano, simpático y, sobre todo, vulnerable.

Desde que anunció su intención de correr el Tour su tono se moderó. No le fue fácil. Sus primeras palabras fueron hirientes para los franceses: "Tendrán que ponerme un regimiento de gendarmes para correr por Francia".

A partir de ahí su tono se moderó y su reconquista del público fue recogiendo frutos. Su carisma, la fuerza de su reto y la falta de referentes en el pelotón le colocaron en medio de la escena mediática. Justo al lado de Contador, el favorito de la lógica, un ciclista para quien el guionista Armstrong había tejido el traje del malvado.

Mientras el tejano se dejaba ver en los medios, repartía sonrisas e incluso firmaba autógrafos en las salidas y llegadas, multiplicaba los ataques contra el español fuera de la carrera. "Demasiado joven, demasiado impulsivo, demasiado inexperto".

Vencido en el terreno de la imagen, Armstrong trató de usar la única arma con al que podía ganarle en la carretera, la psicológica. Trato de desestabilizarle y, para ello, le aisló en el seno de su equipo.

Error. A los ojos del público, el héroe que se impone frente a todos, el que se sobrepone a las circunstancias para salir vencedor, el protagonista hollywoodiense pasó a ser el español.

Y Contador jugó el juego. No entró al trapo de las provocaciones, no perdió la sonrisa ni la diplomacia y no se mostró ni soberbio ni arrogante, pese a que en la carretera nadie le hizo sufrir. Dejó ganar a Franck Schleck en la etapa reina y siempre estuvo amable con los periodistas, los compañeros y el público.

Conquistó el papel del bueno y relegó a Armstrong a otro, al del secundario que cae bien.