Fue extremadamente sencillo. Sólo había que jugar como siempre, sin cambiar ni un pequeño detalle del esquema que tiene aprendido desde chiquitito: tener el balón, rasear el cuero, cansar al rival. Fuera cual fuera el rival. Aunque fuese el Madrid. Y esa fue la diferencia. La que se ensanchó hasta cinco goles que pudieron ser algunos más. Guardiola fue Guardiola y el Madrid no fue el Madrid. El Madrid fue Mourinho.

El portugués tiene un problema cuando juega frente al Barça. Sus equipos dan un par de pasos atrás y se enredan en el área. Lo hizo cuando visitó el Camp Nou con el Chelsea, un club habituado en la Premier a castigar a los rivales con su pegada de acero, pero que ante los azulgrana se metió a defender sin ningún complejo. Y lo hizo cuando la temporada pasada vino con el Inter en la Champions a defender la renta de la idea de semifinales en Milán. Las dos veces le salió bien, y creyó que con el Madrid sería igual. Pero se equivocó.

Mourinho volvió a salir al Camp Nou con complejo de equipo menor, abigarrado atrás, con una defensa de cinco y con las líneas muy juntitas entre el círculo central y el área para agarrotar la zona de creación del Barça. Presuntamente, la idea del entrenador blanco era noquear al rival en su propia cocina, impidiendo la circulación de balón entre centrocampistas y zagueros y esperando agazapado al contraataque. Sería cuestión de tiempo. Pero eso fue precisamente lo que falló.

Cuando a los diez minutos Xavi metió el primero a pase de Iniesta, el plan de Mou se fue al piso. El Madrid se descontroló e intentó agarra el balón, pero ya para entonces estaba muy lejos de él. A los blaugrana sólo les faltaba una combinación de sus mejores hombres para abrir la lata, como hace siempre, juegue contra quien juegue. Aunque sea el Madrid el de enfrente.

Y eso que ya había avisado un par de minutos antes del 1-0 con el centro-chut de Messi que se estrelló en la madera de Casillas. El Barça había salido a jugar a una velocidad eléctrica, justo esa que le faltó al Madrid toda la noche, y de la que había presumido en lo que iba de Liga, hasta ayer, el equipo de Jose Mourinho. Y ese ritmo fue el que le catapultó al 2-0 sólo diez minutos después del primero, desbordando Villa por la banda y regalando a Pedro el tanto.

Ahí se desmoronó definitivamente el Madrid. El supuesto plan de Mourinho se había ido definitivamente al diablo por su empeño en jugarle a Barça siempre de la misma manera. A su manera. El técnico luso despreció las posibilidades de su equipo. No valoró que ahora maneja una plantilla eminentemente atacante, temiblemente ambiciosa y con una terrible ansiedad por cobrarle viejas deudas al eterno rival.

No se paró a pensar que el impoluto recorrido hasta anoche del Madrid se había debido a la implacable forma que tenía de pasar por encima a los rivales, con una pegada que daba miedo. No, decidió endilgarle a Cristiano Ronaldo, a Özil y a Di María el disfraz de equipo menor, de rival de la otra Liga que se juega en España, la que hasta ayer estaba reservada a los restantes 18 conjuntos que no son blancos y azulgrana.

Por eso después del 2-0 el Madrid se volvió loco. Ya no sabía si lanzarse al ataque sin control o seguir metido atrás para no seguir recibiendo las bofetadas de Messi, ayer, después de Guardiola, el héroe de la noche. Tuvo que ser una barriobajera tangana en la que sólo faltó Mourinho la que parase, pero sólo durante un cuarto de hora, el concierto sublime de Guardiola. La trifulca entre Cristiano Ronaldo, Valdés y el mismo entrenador del Barça enchufó a los blancos e hizo reducir la marcha al cuadro catalán. Pero fue un espejismo que duró exactamente el último tramo del primer tiempo y el descanso.

Porque la segunda parte fue la demostración enésima de que Guardiola morirá con sus ideas. Enemigo de experimentos, puso a jugar a su gente en el campo y ya está. Enfrente, el Madrid también selló otra evidencia: lleva años sin saber a lo que juega. Más pendiente de coleccionar estrellas y de amasar dinero, la incursión de Mourinho, un tipo ambicioso y ganador, parecía por fin encajar en el sospechoso ordenador millonario de Florentino Pérez. Pero el día que visitó el Camp Nou se desparramó de miedo, regaló el balón y se llevó una manita. De justicia.