El tapón de Xavi Rey a Curtis Borchardt al comienzo del último cuarto le cambió la cara al partido. También a los espectadores. El tono azulino que tomaban los rostros del Centro Insular de Deportes en los tres primeros parciales tornaron a escala colorada en el definitivo. Hasta ese momento, en medio del sol cansado de la media tarde, el graderío asistía a una especie de ceremonia de la confusión dentro de la cancha, donde los papeles estaban revueltos. El desorden beneficiaba al que menos tenía que perder: Blancos de Rueda, que ayer firmó su defunción en la Liga Endesa, a falta de que los despachos y los cánones se vuelvan benignos.

El Gran Canaria 2014 creía haberlas visto de todos los colores en este torneo, tras advertirse por encima del bien y del mal, después de derrotar al Barça, y estrellarse contra el fondo del pozo cuando solo pudo anotar 45 puntos en el multiusos Fontes do Sar en el trámite más reciente. Por eso ayer, tocaba desorden, rebeldía, insumisión y arrebato en el grupo de Pedro Martínez, tras la rueda de prensa del lunes auspiciada por la plantilla. Y en esa representación del inconformismo, de que el asunto no se debía pudrir más, tras cuatro derrotas encadenadas, brillaron las figuras de Xavi Rey y Tomás Bellas en el último parcial.

Defectos y virtudes

El madrileño ha crecido como jugador y ha conseguido que sus defectos, principalmente el de la precipitación, se hayan convertido en electricidad positiva. Su nervio tradicional se ha traducido gracias a una mejor actitud en una buena aportación anotadora y en una notable intensidad defensiva. Y eso, las ganas y la disciplina defensiva amarilla, unido al aturdimiento con el que saltó al Blancos de Rueda al Centro Insular en el cuarto parcial, se convirtió en una ventaja que pasó de creciente a enorme para los grancanarios que, después de dos intentos, se pusieron por delante en el electrónico definitivamente con un triple del base. Fue un gesto fino, una acción mil veces ensayada

Cuando una clase de jugadores, que miden dos metros, centímetro arriba, centímetro abajo; pesan cerca de 100 kilos y lucen una musculatura atlética, se está adueñando del planeta baloncestístico, se agradece la sutileza con el balón en las manos y la mirada en alto. Se agradece la jugada estratégica, el puño en alto frente a la defensa en zona del Blancos de Rueda, que traía a jugadores que corren, saltan, chocan como un tren de mercancías, defienden usando su cuerpo como una pared de cemento y su comportamiento es militar. Pero escasea de moral.

Y es que el juego del baloncesto, como el reloj, es un mecanismo de precisión. Todas sus artes, las individuales y sobre todo las colectivas, requieren esa precisión, un ajuste fino entre las piezas que al final haga mover la aguja hacia delante en el momento justo. Lo demás no sirve, como a nadie sirve un reloj que adelante o atrase. Este punto, ese latir, es lo que otorga a los equipos la capacidad de convertir su juego en algo efectivo. Y como ocurre con los relojes, las maquinarias pueden ser distintas, los engranajes diferentes, pero al final se rigen por las mismas normas.