Un hombre suizo con traje suizo y precisión suiza aterriza en Los Ángeles. Un vistazo furtivo a su equipaje dispara la curiosidad. ¿Un vendedor?¿Un contrabandista? ¿Un inventor? El hombre guarda en su maleta 30 cronómetros manuales. También lleva un salvoconducto. Es posible que ustedes vean la escena en blanco y negro y borrosa por culpa de esa neblina californiana cuando aprieta mucho el calor, pero también porque han pasado 80 años. Pero si se fijan y entornan los ojos, verán que sí, que el calendario marca 1932, que la ciudad está engalanada para celebrar la fiesta de los cinco anillos y que el señor suizo, el señor sin nombre, está a punto de entrar en la historia olímpica. No porque ganará una, dos, muchas medallas. Tampoco porque protagonizará una gesta sobrehumana ni se desplomará antes de la meta o perecerá al entregar la buena nueva como Filípides, el mensajero anunciando la victoria en la batalla en Maratón (490 antes de Cristo). Pero sí porque, por primera vez en la historia olímpica, dirigirá el cronometraje de todas las competiciones con gran exactitud.

Fechas olímpicas hay tantas como se quieran. Unos hablarán del 1.300 antes de Cristo, cuando varias polis griegas habrían organizado ya unos Juegos. Otros citarán el 776 antes de nuestra era, año de los Juegos del rey Ífitos, un periodo vacacional entre guerra y guerra donde perder no equivalía a morir. Unos pocos subrayarán 1896, los primeros, también en Grecia, de la era moderna. Algunos recordarán a Owens enojando al Führer en 1936, a Beamon convirtiéndose en un Ícaro en México´68, a España ganando la plata del baloncesto en el 1984. Pero 1932 también es especial. Antes de esa fecha, el tiempo de los Juegos se había medido con relojes de calidad, pero cada juez llevaba el suyo y su precisión era limitada: la unidad mínima era un cuarto de segundo. Los nuevos cronómetros distinguían las décimas. Era el pistoletazo de salida para una lucha encarnizada para fijar el tiempo, desmigarlo en centésimas, milésimas, diezmilésimas...

Ochenta años después, la misma firma (Omega) que se estrenó en Los Ángeles y que forma parte con voz propia de la historia olímpica pondrá a prueba una consola con 16 cronómetros que podrán discernir entre una millonésima de segundo. Entre el señor de los 30 relojes de 1932 y los 450 destinados a los Juegos Olímpicos de Londres, entre la maleta del primero y las 420 toneladas de material de los segundos, existe una historia olímpica paralela, la de la evolución de la tecnología, de las células fotoeléctricas para lograr las primeras photofinish, los tacos de salida, las pistolas antes humeantes, luego ruidosas y ahora digitales. En todos estos años se ha escrito un guión que describe la lucha enconada entre la capacidad humana de superar marcas y la de los relojeros por fijarlas. El tiempo se gana, se pierde, se congela, se da, se toma, se malgasta. En los Juegos -justo después de la llegada de los atletas, los nadadores o los ciclistas-, los técnicos porfían por abrir el tiempo en canal, hacerle la autopsia, analizar sus entrañas y revivirlo una y otra vez en los monitores. Una ciencia menor si se quiere, pero una ciencia. "El tiempo es el gran arte del hombre", dejó dicho Napoleón.

El 'Homo angelensis' de 1932 se llevaría las manos a la cabeza si pudiera asomarse al futuro y ver dónde han llegado sus colegas. Pero no sólo se quedaría boquiabierto porque la tecnología del 2012, en comparación, parece venida del espacio exterior, sino sobre todo porque a pesar de los avances -de la inmediatez, de la ultraprecisión de los cristales, de la miniaturización de los componentes, de la descomposición virtual a la que pueden llegar las cámaras de la meta-, el atleta, la máquina humana, todavía logra poner en un aprieto a los medidores del tiempo. No ha habido cita olímpica, aun con los mejores medios al alcance, en la que jueces y cronometradores (otra pugna particular y no siempre limpia a lo largo de la historia) no hayan tenido que revisar una y otra vez los tiempos recogidos por hasta 20 personas alineadas en la meta, o que repasar, fotograma a fotograma, las imágenes de vídeo. Siempre -incluso con la tecnología más infalible del momento-, cronometradores y jueces se han tenido que rascar la barbilla y tomarse su tiempo para emitir el veredicto de quién era oro y quién plata. O, más delicado aún, de quién era el bronce y quién era nada. El tiempo nos juzga a todos -"el tiempo lo devora todo" (tempus edax rerum), decía Ovidio-. Pero son los cronometradores los que juzgan al tiempo.

Claro que, en el pasado -20, 30, 50 años atrás-, las deliberaciones podían durar horas. En casos extremos y muy inhabituales, el Comité Olímpico Internacional rectificó decisiones tomadas en caliente y acabó otorgando justamente medallas pasados meses de la cita olímpica. Ahora, como mucho, la verdad emerge en cuestión de minutos. Y si no, que se lo digan a Milorad Cavic, el nadador serbio que en Pekín 2008 se quedó a una centésima de convertir en humano al último dios del Olimpo: Michael Phelps.

Fue ahí, en la cita de 1948, cuando la firma suiza estrenó las primeras cámaras con células fotoeléctricas para las llegadas (el 'Magic Eye'). Es decir, la primera vez en la historia en la que el ojo humano dejaba de ser juez de la contienda. "Estas que hay aquí colocadas pueden grabar hasta 2.000 imágenes por segundo", dice orgulloso el ingeniero mientras señala dos pequeñas cámaras al tiempo que sus pies caminan sobre los cuadros (el metro final) del mullido tartán de la pista del nuevo Estadio Olímpico londinense. Su índice marca el suelo, una tira de apenas ocho milímetros, como una cinta adhesiva negra, que contrasta con el rojo de la pista y que es el punto justo que marca la llegada. Es en esa franja minúscula donde se posan los ojos cibernéticos de las cámaras y donde en otra época, sin tantos medios ni exactitud pero con más romanticismo, hubiera colgado la mítica cinta blanca que servía de referencia a los jueces para determinar quién era el ganador.

"¿Hay alguna posibilidad de equivocarse, profesor?", le preguntan durante la visita al estadio, que incluye la sala de control (en la grada más alta) y la de recolección de datos (en las catacumbas). Esta última es la que proporciona la señal de cronometraje a las televisiones. Hürzeler, cuyo primer trabajo en Omega fue el de desarrollar la tercera generación de cámaras del photofinish, responde con un humilde no. No hay posibilidad de equivocarse. Su nuevo juguete puede discernir tiempos fragmentados hasta la millonésima de segundo, cuando en competición se atiende a la centésima. "No", insiste. Algunos elementos que se estrenan oficialmente en estos Juegos, como la pistola electrónica, "se han probado oficialmente durante el pasado año en los mítines atléticos y diseñado durante siete años", ilustra.

Es posible que no haya margen de error, pero siempre lo habrá para la polémica. El affaire Cavic-Phelps fue el último. Las salidas falsas en atletismo seguramente lo serán siempre. Hürzeler se ha pasado la vida innovando la tecnología que determina cómo y por qué un atleta sale antes de la cuenta. En un inicio, los tacos –estrenados también en Londres 1948– servían simplemente de apoyo y para evitar cavar hoyos en la pista de tierra como se hizo hasta Berlín 1936. Hoy, la innovación ha ido más allá, y los tacos, conectados a todo el sistema de medición, detectan el tiempo de reacción y la fuerza ejercida en un margen muy preciso tras el pistoletazo de salida. Sucede que hace unos años una salida falsa podía acabar en anécdota porque no suponía la eliminación inmediata del atleta. Ahora, sí. Londres 2012 tendrá el honor de estrenar unos tacos totalmente electrónicos.

Qué lejos quedan aquellas fotos (Atenas 1896) en las que los atletas salían como querían en una misma carrera: uno agazapado, otro de pie, otro sujetando dos palos para darse un impulso inicial. Fotos (Londres 1908) en las que la megafonía era simplemente un presentador vociferando a través de un gran cucurucho metálico o las competidoras de tiro con arco iban vestidas... de largo. Fotos de pistas de ceniza, de uniformes confeccionados por las madres de los atletas, de jueces disparando con bala. El progreso, a veces, tiene sus ventajas. Por primera vez en estos Juegos, y con la introducción del disparo electrónico, el oficial de aduanas del aeropuerto ya no tendrá que preguntar al jefe de expedición de los cronometradores: "¿Adónde cree que va con todas esas pistolas?".