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Historias irrepetibles

El ciclista que dijo no

Albert Ritcher, el mejor corredor en pista de Alemania en los años treinta, pagó con su vida la negativa a convertirse en un instrumento de los nazis y la relación con su entrenador judío

Imagen en la que Ritcher permanece con el brazo pegado al cuerpo mientras a su alrededor todos hacen el saludo nazi. FV

El padre de Albert Ritcher descubrió el talento que su hijo tenía para el ciclismo en pista el día que le dijeron que se había destrozado la clavícula en el velódromo. Hasta ese momento el joven había mantenido su secreto a salvo de su progenitor, con el que trabajaba en un modesto taller de artesanía. Cuando no se encontraba allí o recibiendo clases de violín -su padre había sido músico y se preocupó por contagiar esa afición a sus hijos-, a Ritcher se le podía encontrar dando vueltas en el velódromo con su bicicleta.

Colonia era en aquel tiempo el motor del ciclismo en pista alemán. Allí se reunían los grandes especialistas del país y también los mejores entrenadores, que pulían a sus discípulos y buscaban talentos entre los jóvenes aspirantes que se pasaban por allí. Uno de ellos era Ernst Berliner, un afamado excorredor reconvertido en técnico, que no tardó en convencerse de que Ritcher tenía las condiciones que buscaba en un ciclista. Le faltaba disciplina en el trabajo, técnica, pero estaba convencido de que su potencia natural acabaría por llevarle al triunfo. Comenzaron a trabajar juntos y entre ellos surgió una intensa amistad. A finales de los años veinte aún no suponía un problema el hecho de que Berliner fuese judío, pero con el paso del tiempo y la llegada al poder de Hitler la situación iría cambiando de forma dramática.

A comienzos de los años treinta, con apenas 20 años, Ritcher aceptó el ofrecimiento de Berliner de instalarse durante un tiempo en París. Si Colonia era la capital del ciclismo en pista de Alemania, París lo era de Europa. Allí se reunían periódicamente algunos de los mejores del mundo para entrenar juntos o para competir en las pruebas que se celebraban en la capital gala. El viaje a París no sólo fue un descubrimiento en lo deportivo para Ritcher. Allí compartió experiencias con deportistas de diferentes nacionalidades (el belga Jef Scherens y el francés Louis Gérardin fueron sus mejores amigos), aprendió francés, se empapó de cine, entendió otras formas de pensar y de vivir. Cuando los políticos alemanes comenzaron a convertir en enemigos, casi en demonios, a los países que les rodeaban, Ritcher se tomó a broma toda aquella propaganda y permaneció al margen de la locura que crecía en su país convencido de que el mundo era un lugar muy diferente al que le querían vender en los mítines.

Pronto comenzaron a llegar los éxitos. En 1932 se proclamó campeón del mundo amateur en Roma, lo que disparó su popularidad en Alemania y le convirtió en uno de los deportistas que el régimen pensó en aprovechar en sus fines propagandísticos. Ritcher no se plegó a la mayoría de las exigencias que le planteaban e incluso en algunas competiciones se negó a realizar el saludo nazi que se convirtió en indispensable para cualquier alemán de aquel tiempo. Existe una foto muy famosa en la que se ve al ciclista rodeado de personalidades civiles y militares tras uno de los muchos campeonatos de Alemania que ganó. Todos hacen el saludo con el brazo en alto mientras el pistard permanece sonriendo con el brazo bien pegado al muslo. Para muchos el gesto es un evidente desafío de Ritcher que tampoco llevaba en el maillot la esvástica con la que obligaban a competir a casi todos los ciclistas.

Mientras crecía la fama del alemán de los ocho cilindros (el apodo por el que se le conocía a nivel internacional) se acentuaban sus diferencias con el nazismo imperante.

El hecho de que su entrenador fuese judío supuso un problema añadido, casi decisivo. Le instaron a que se deshiciese de él, pero siempre se negó. Cuando comenzó la persecución a los judíos en Alemania, Berliner se exilió, pero siguió acompañando a Ritcher en las competiciones que disputaba fuera de Alemania y en las que no dejaba de cosechar victorias. Sus triunfos en el Grand Prix de París, la prueba más importante que se disputaba en aquel tiempo, le acreditaron como uno de los grandes especialistas de su tiempo. Para Hitler ya era un personaje molesto por su simpatía con los judíos y porque transmitía fuera de Alemania una forma diferente de ser y de pensar. Cuando se le preguntaba por la posibilidad de tener que empuñar un arma para combatir contra países como Francia siempre utilizaba la misma frase: "Jamás dispararé contra mis amigos". En una época en la que todo acababa por llegar a oídos del Reich, el ciclista no era un tipo que despertase demasiadas simpatías. Muchos otros corredores alemanes, compañeros de selección, como Scherens, no dudaron en plegarse a las exigencias de las autoridades. Ritcher se mantuvo al margen.

Después de que Alemania invadiese Polonia el 1 de septiembre de 1939 muchos fueron los que le pidieron al corredor que no se presentase a disputar el GP de Berlín que tendría lugar en el mes de diciembre. Berliner fue quien puso más empeño. Le rogó que saliese de Alemania porque ya se sabía que estaban represaliando a los que habían mantenido alguna clase de vínculo con los judíos. Ritcher quería correr en Berlín entre otras cosas porque deseaba vencer de nuevo a los ciclistas del aparato y hacerlo además en el corazón de la Alemania de Hitler.

Su plan era ganar la carrera, recoger el dinero que pudiese y cruzar la frontera con Suiza para reunirse con Berliner. El 9 de diciembre consiguió la última victoria de su carrera deportiva. Poco después fue detenido en la frontera acusado de contrabando con judíos y conducido a la cárcel de Lörrach donde el 2 de enero se anunció su muerte.

La versión oficial dice que Ritcher se suicidó incapaz de soportar su culpa. Una patraña. Su muerte, como la de otros muchos, quedó aparcada en un tiempo en el que los fallecidos comenzaban a contarse por decenas de miles. Sólo Berliner se empeñó en buscar un trozo de verdad años después cuando la guerra había terminado, pero el caso nunca fue reabierto. Mucho tiempo después, en 1997, Alemania decidió saldar de alguna manera la cuenta pendiente con la memoria y le puso el nombre de Albert Ritcher al velódromo de Colonia.

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