El desequilibrio futbolístico es tan grande que las finales de los mundiales de clubes suelen seguir un mismo guión: férrea resistencia del equipo sudamericano de turno hasta que el europeo se pone por delante. Así que el River-Barça se acabó, a efectos prácticos, en el minuto 35, con el gol de Messi. El argentino amargó la Navidad a sus compatriotas de un modo muy maradoniano, ya que se ayudó del brazo para acomodar el balón. Fue tan leve que apenas levantó protestas entre los defensas. O quizá se rindieron ante lo inevitable. Porque el Barça gobernaba el partido con la autoridad de los equipos en estado de gracia. Abierta la lata, todo fue más fácil para el equipo de Luis Enrique, que tras el doblete de Suárez prefirió contemporizar.

La incertidumbre se acabó con la lectura de la tablilla de las alineaciones. Con el regreso del tridente, el Barça estaba más cerca del triplete mundialista y del repóker de títulos en 2015. Sólo la voracidad goleadora de Adúriz ha dejado a Luis Enrique sin el sextete cosechado por Guardiola en 2009. Aquel Barça parece irrepetible, al margen de los números, pero el entrenador asturiano sale airoso de la comparación. Luis Enrique ha conseguido darle una vuelta de tuerca a aquel equipo que dominó el mundo. Un año después de verse en el barro, el gijonés toca el cielo.

Impulsado por su historia y las quince mil enfervorecidas gargantas de las gradas del estadio de Yokohama, el River Plate planteó el partido esperado: valiente y de pierna fuerte. Guiados por Ponzio, los soldados del Muñeco Gallardo rascaban en cada disputa. Como, además, el Barça se lo tomó con tranquilidad, la final tardó en coger vuelo. El River ensayó la presión adelantada, pero no consiguió que su rival renunciase a salir con el balón jugado desde las mismas botas de Claudio Bravo. Incapaz de sorprender arriba, el equipo argentino cavó la siguiente trinchera en el centro del campo.

Tras un empacho de sesiones de vídeo, Gallardo consiguió taponar la vía de circulación azulgrana, esa que empieza con Busquets y continúa con Messi. Por las buenas o por las malas, durante media hora River resistió sin mayor sofoco que un remate de Messi, tras magistral asistencia de Iniesta, que Barovero sacó con una agilidad extraordinaria. El portero también palmeó, con un estilo menos ortodoxo, una falta venenosa de Messi, pero la tercera fue la vencida: un desdibujado Neymar asistió de cabeza al 10, que se revolvió entre varios defensas para acabar, con un leve control con el brazo, con la escasa incertidumbre de la final.

Suárez se marchó al descanso meneando la cabeza, enfadado consigo mismo por haber estropeado una obra de arte de Messi que le había dejado a solas con Barovero. Así que, nada más volver del vestuario, recuperó su instinto para culminar una contra con la firma de Busquets, que recuperó un balón con ayuda de Iniesta y lanzó en profundidad. Con el 2-0 desapareció la solidez de River y el tridente pasó a la fase recreativa. En cinco minutos el Barça perdonó varias veces el tercero, en parte por el empeño de invitar a Neymar a la fiesta.

El brasileño no marcó, pero dejó su sello con otra precisa asistencia para que Luis Suárez se luciera con un cabezazo de catálogo. Con el 3-0 llegó la relajación y, con ella, la oportunidad para constatar que el Barça del tridente también tiene portero, y muy bueno, por cierto. Claudio Bravo se empeñó en mantener su puerta a cero y, con la oportuna ayuda del poste, lo consiguió. El tricampeón también tiene quien le guarde.