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Historias irrepetibles

Joe no podía oler el pescado

Joe DiMaggio renunció al oficio familiar para convertirse en una leyenda del béisbol con los Yankees de Nueva York, que creyeron en él cuando una lesión puso en duda su carrera

Joe DiMaggio batea durante un partido. FDV

El octavo hijo de Giuseppe y Rosalia, una pareja de sicilianos que había emigrado a Estados Unidos a comienzos del siglo XX, no soportaba el olor a pescado. Un problema familiar. Su padre y su abuelo (el primero que abandonó Italia para instalarse en California) querían que Joseph Paul continuase la tradición de los DiMaggio pero el muchacho sentía incontrolables náuseas cada vez que se subía a la pequeña barca que utilizaban para faenar. Aquello sacaba de sus casillas a su padre, que acusaba al chico de ser un vago y de no tener posibilidad alguna en la vida. No se imaginaba Giuseppe hasta qué punto equivocaría su pronóstico.

El mayor pasatiempo del pequeño de los DiMaggio era acercarse a los muelles con sus hermanos Don y Vince para jugar al béisbol, deporte que arraigó de manera notable entre la comunidad inmigrante italiana. Vince, que ya jugaba en los Seals de San Francisco, abrió las puertas del equipo a su hermano pequeño, que con apenas dieciocho años asombró a los responsables del club.

Su aparición entre los semiprofesionales en la Liga del Pacífico dejó a todo el mundo con la boca abierta. Su récord de 61 partidos seguidos logrando un hit hizo que cayesen como moscas sobre él los ojeadores y responsables de cantidad de equipos de las grandes ligas. Pero algo pudo cambiarlo todo, una lesión algo estúpida.

Joe (ya había reducido su nombre por aquel entonces) tenía el hábito, como muchos otros jóvenes de su edad, de subir y bajar de los tranvías de un salto. En ocasiones sin que el convoy hubiese detenido la velocidad. Un juego en apariciencia inofensivo, a medias entre la travesura y la arrogancia que da el vigor de los dieciocho años. En uno de esos brincos su rodilla no resistió y se desgarró los ligamentos. Para un bateador que ejerce una notable fuerza en la articulación esa lesión suele ser catastrófica. Muchos equipos se desconectaron entonces de su evolución convencidos de que difícilmente regresaría en las mismas condiciones.

Bill Essick, ojeador de los Yankees de Nueva York, insistió en hacerse con los servicios del joven DiMaggio. "No perdemos nada", dijo en las oficinas del club cuando advirtió escaso entusiasmo entre sus interlocutores. Los Seals aceptaron venderlo por una cantidad notablemente inferior a la que se especulaba sólo unos meses antes.

Una ganga, un chollo como pocas veces se ha dado en la historia del deporte. En mayo de 1936, con 22 años y tras quedarse un año más a préstamo en San Francisco, bateó por primera vez en el estadio de los Yankees. Ese momento supondrá un punto de inflexión en la historia de la gloriosa franquicia del Bronx. Allí compartió vestuario con Lou Gehrig, a quien poco después le diagnosticarían la enfermedad degenerativa que acabaría con su vida con sólo 37 años. Todo ese vacío, el que dejó Gehrig, el que había dejado unos años antes Babe Ruth, lo ocupa el extraordinario DiMaggio, que devora récords.

Los Yankees llevaban en 1936 cuatro años sin ganar el título. Justo tras la aparición de este hijo de sicilianos conquistó los cuatro siguientes. Nunca en la historia de las Grandes Ligas un debutante había sido capaz de encadenar esa cifra de entorchados en las Series Mundiales. Por cortesía, en aquellos años alguno de los títulos de MVP se fueron para otros jugadores como Gehrig, pero la opinión pública no tenía la menor duda de la responsabilidad de aquel muchacho que bateaba como los dioses. DiMaggio jugaría 13 temporadas para los Yankees, de las cuales disputó diez finales de las Series Mundiales ganando nueve de ellas.

Varias 'triples coronas'

Sus logros personales se multiplicaron y en varias temporadas consiguió la triple corona (récord de bateos, de jonrones y de carreras producidas). Y todo ello sin perder jamás un ápice de esa elegancia que le acompañaba en todo lo que hacía y que le convirtió en un personaje que trascendía el deporte.

En 1937 se casó con la actriz Dorothy Arnold y la boda colapsó la ciudad. Se calcula que más de veinte mil personas intentaron acercarse a la iglesia para ver a los novios y la policía se enfrentó a un problema de orden público que no preveían. La relación duró cinco años y DiMaggio no volvería a casarse hasta después de su retirada.

En el medio vendrían los títulos con los Yankees, el reconocimiento y la Segunda Guerra Mundial que vivió con cierta zozobra por motivos familiares. Él participó en la preparación física de los reclutas, pero sus padres lo pasaron mal. Como muchos otros inmigrantes italianos o alemanes fueron incluidos en el fichero de enemigos potenciales pese a que llevaban más de treinta años en Estados Unidos. Su barca de pesca fue confiscada y aunque no les faltaba nada gracias a la cantidad de dinero que ganaba Joe, aquello supuso una considerable conmoción en casa de los DiMaggio

En 1951, cubierto de gloria, DiMaggio se retiró. El estadio de los Yankees le rindió un tributo pocas veces visto. Se marchaba el jugador que posiblemente había liderado el tiempo más feliz en aquella parcela de Nueva York. Entonces se convirtió en noticia por otra cuestión, por su romance y boda con un mito del cine como Marilyn Monroe. Una relación que hizo enloquecer a Estados Unidos aunque durase bien poco. Los fuertes caracteres de ambos chocaron con demasiada facilidad. Joe quería tener una vida tranquila y la actriz no estaba dispuesta a renunciar a su tren de vida.

Al año se separaron, pero DiMaggio nunca dejó de quererla. Incluso mucho después, de vuelta de alguna de las relaciones de Monroe, tuvieron algún acercamiento que sirvió a la prensa para especular sobre una segunda boda. Cuando la actriz murió en 1962 fue DiMaggio quien se encargó de organizar los oficios fúnebres y de que el entierro no se convirtiese en un espectáculo circense.

Él no abrió la boca sobre su relación. Fue con diferencia el más digno de los ex de Marilyn. Sus únicas palabras las decía con flores. Durante veinte años todos los lunes, miércoles y viernes del año una floristería tenía el encargo de depositar en la tumba de la actriz una docena de rosas frescas.

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