David Coles, uno de los periodistas más reconocidos de la BBC, publicó hace tiempo la lista de los que consideraba los mejores futbolistas que había conocido en su vida.

Aquella relación repleta de leyendas como Pelé, Maradona, Charlton, Beckenbauer o Rivelino finalizaba con el nombre de un futbolista que nunca había pisado la Primera División, que apenas había participado en una veintena de encuentros de la Segunda inglesa con el Cardiff y que pasó la mayor parte de su corta vida profesional en el modesto Reading: Robin Friday.

La opinión del veterano reportero -extraña para los oídos de las nuevas generaciones-, es mayoritariamente compartida por quienes pudieron ver de cerca a mediados de los años setenta a uno de los futbolistas más especiales que han pisado los estadios británicos y que, para su desgracia, coincidió con una de las personalidades más autodestructivas que se recuerdan en el deporte mundial.

A veces se le ha comparado con George Best por su capacidad para beberse el futuro, pero quienes le conocieron no tienen dudas de que el galés era un aprendiz al lado de Friday. Su biografía, publicada hace años, tiene un título que siempre han hecho suyo los aficionados del Reading y del Cardiff City: "El mejor jugador que nunca vimos", una sucesión de sus prodigios dentro del terreno de juego y de las innumerables anécdotas que protagonizó en sus noches interminables, consumido por el alcohol y las drogas.

Friday nunca lo tuvo fácil. Se crió en el conflictivo barrio londinense de Acton junto a su hermano gemelo, Tony, con el que compartió su pasión por el fútbol pero no el resto de debilidades. Con quince años Robin Friday ya consumía speed, era un bebedor compulsivo, de carácter violento y se había convertido en un ladronzuelo de barrio.

A los dieciséis años ingresó en un reformatorio tras robar la radio de un coche. Era su tercera detención y los catorce meses que pasó en el centro le sirvieron para explotar aún más sus condiciones como futbolista. Era fácil advertir su talento, pero también sus problemas para socializarse, para integrarse en una disciplina y para respetar las normas de conducta. Tras salir del reformatorio se casó con Maxine, una chica de color a la que enseguida dejó embarazada. El matrimonio, en un barrio donde los conflictos raciales eran constantes, le generó no pocos problemas y alguna que otra pelea en los pubs de la zona.

Comenzó jugando en el Hayes. Tomó la decisión por dos motivos: el campo estaba cerca de su casa y también de su pub preferido. Así no perdía tiempo en los traslados. Una eliminatoria de Copa contra el Reading -de Tercera en aquel tiempo- le abrió las puertas de una categoría superior. Friday jugó a un nivel extraordinario y sólo un gol en el replay les hizo doblar la rodilla. "¿Quién es ese Friday?", preguntó Charlie Hurley, técnico del Reading en aquel momento. El punta les había desquiciado con su calidad y con su estilo agresivo, casi violento. Hurley profundizó en su figura. Preguntó por sus hábitos y descubrió sus problemas con la justicia, su afición a las drogas, al alcohol, a llegar al campo directamente del pub, aunque cada vez fuesen más los locales que le prohibían la entrada.

Lejos de ahuyentarle, le fichó. Pagó 750 libras por él y le hizo firmar un contrato amateur. En el Reading no tardó en convertirse en un personaje desde el primer día. Su aspecto descuidado, sus borracheras y las broncas con sus propios compañeros en los entrenamientos se convirtieron en habituales en la vida del equipo. El propio Hurley tuvo que pedirle que bajase la intensidad por miedo a quedarse sin futbolistas por culpa de la fogosidad de Fridary. Pero el londinense no entendía otra forma de emplearse. El 4 de febrero de 1974 debutó como profesional contra el Exeter; fue el mejor del partido de largo y comenzó la apasionada relación con sus aficionados, que no tardaron en adorarle.

Aceptaban sus infinitas debilidades, pero en el campo era un artista aunque jugase con una insoportable resaca. El dinero le duraba poco en el bolsillo. El día de cobro su casa se llenaba de personajes indeseables, de mujeres y de drogas. El desenfreno era su estado natural. Pero el Reading creció con él como titular. Era tan bueno como rocoso. Los defensas, en un tiempo en el que no existían miramientos, le cosían a patadas, pero él no se arrugaba. Las recibía y si podía las devolvía en la siguiente jugada. Los rivales no tardaron en odiarle por su dureza y por sus continuos menosprecios.

Los aficionados del Reading le perdonaban casi todo, incluso que el siguiente verano se incorporase tarde a los entrenamientos porque estaba viviendo en una comuna hippie. Transformó al equipo y generó una corriente de simpatía que llevaba cada vez más gente al estadio.

Friday siempre garantizaba espectáculo. Con la pelota y sin ella como aquella vez en que tras marcar un gol se fue junto a un policía, le quitó el casco y le dio un beso en la frente. Sus aventuras corrían de boca en boca, sobre todo las que protagonizaba por la noche. Había un bar en el que saltaba a la pista de baile desde una altura de más de tres metros y en la mayoría de ellos le gustaba hacer el elefante que era como llamaba a sacarse los bolsillos vacíos del pantalón y que su pene asomase por la bragueta. Le echaban continuamente de los locales, lo que derivaba en inevitable bronca e intervención policial.

El Cardiff City, ajeno a su mala fama, ofertó 60.000 libras por él. Una barbaridad para un futbolista de su categoría que sin embargo renovó por el Reading para seguir jugando en Tercera y casarse por segunda vez. Su boda fue un acontecimiento. El novio se dedicó a repartir porros de marihuana entre los invitados y casi todo el mundo terminó colocado hasta el punto que la fiesta derivó en batalla campal. Una mina para los tabloides ingleses.

En 1976 Hurley entendió que tenía que venderle. Era un jugador ingobernable y su conducta amenazaba con destruir al equipo y aunque el Cardiff ofreciese ya la mitad de dinero por él había llegado el momento de romper la relación. Decisión difícil porque los aficionados del modesto Reading no lo entendieron. En Gales las cosas no cambiaron demasiado. Le detuvieron el día de su presentación por viajar en el tren hasta Cardiff sin billete. Pero todo cambió el día del estreno contra el Fulhan en el que George Best jugaba sus últimos partidos en Inglaterra. 3-0 para el Cardiff y un partido para la leyenda de Friday que dejó detalles maravillosos.

Fue una de las muchas resurrecciones que siempre terminaban de la misma manera. En la barra de un bar. Siguieron las broncas contra los rivales, las peleas en los entrenamientos, las borracheras, las drogas, la comuna hippie de los veranos y el descontrol absoluto. El 30 de octubre de 1977, con sólo 25 años, jugó su último partido como profesional e inició el camino hacia las profundidades. Se encerró en Londres, donde malvivió rodeado de maleantes, putas y borrachos. En Navidad de 1990 apareció muerto quien para muchos fue "el mejor jugador que nunca vimos".