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El 'envenenamiento' de Duboc

Gustave Garrigou, al que apodaban el 'dandy' por su refinado aspecto, ganó su único Tour de Francia en una edición marcada por la polémica y el desplome en el Aubisque de su gran rival

Gustave Garrigou

En un pelotón formado por gente de origen humilde, hijos de campesinos, obreros sin fortuna y muchachos que veían en el ciclismo una remota posibilidad de abandonar la pobreza, la presencia de Gustave Garrigou resultaba algo extraña. Provenía de una familia que regentaba varios negocios y sus modales poco tenían que ver con los de sus compañeros de profesión. Él y sus nueve hermanos disfrutaban de comodidades que estaban vedadas para la mayoría de la gente de su tiempo y eso en un mundo como el del ciclismo no pasaba inadvertido.

Su conducta tampoco le ayudaba a disimular. No tardaron en apodarle el dandy. Daba razones para ello. En las ediciones que corrió del Tour de Francia nunca se presentó en la salida sin haber pasado antes por la peluquería. Allí le retocaban el bigote para que luciese perfectamente alineado, le repasaban el flequillo y le mimaban las uñas que horas después acabarían negras por culpa del polvo y el sudor. Llegaba a la línea de meta hecho un pincel, vestido casi siempre con jerseys de lana de cuello alto con los que pretendía realzar su figura. No dejaba un cabo suelto en lo relativo a su presencia. Antes de comenzar el Tour enviaba bolsas con ropa nueva, blanca a poder ser, a todas las ciudades en las que se detenía la carrera (a comienzos del siglo XX las etapas se disputaba cada dos días y los corredores tenían un día de descanso entre ellas). No era de extrañar por lo tanto que Garrigou no fuese un tipo excesivamente popular entre el resto de ciclistas, más habituados a sobrevivir con lo poco que tenían. Para ellos, excesos como el del peluquero o los numerosos jerseys de lana que lucía eran lujos a los que no podían acceder. El dandy era lo más suave que podían haber elegido como apodo.

Pero Garrigou era un gran ciclista que se había estrellado contra su sueño de ganar el Tour de Francia. Había sido segundo en 1907 y 1909, tercero en 1910, cuarto en 1908. En un tiempo en que se corría por puntos (algo que estaba cerca de desaparecer porque ese sistema cada vez tenía más detractores), su versatilidad era una de sus grandes armas.

En la edición de 1911, con 27 años a cuestas, ya no le quedaban muchas más ocasiones para alcanzar la cima del ciclismo mundial aunque para ello debía superar a los grandes de aquel tiempo como Octave Lapize, François Faber, Petit-Breton, Eugene Christophe, Emile Georget, Luois Trousselier o al sorprendente Paul Duboc, que se convertiría en el gran animador de la carrera y en el protagonista de una accidentada etapa que convertiría aquella edición en una larga noticia de sucesos.

Como otras veces la carrera se convirtió en una prueba de eliminación. Garrigou se puso líder tras ganar la primera etapa que finalizaba en Dunkerque, una jornada que se cobró al primer ilustre. Petit-Breton sufrió una caída y ya no pudo regresar a la prueba. En la tercera etapa es Octave Lapize el que llega desfondado y decide no tomar la salida en la siguiente jornada en la que ya asomaban las cumbres de los Alpes. Garrigou había cedido el liderato a Faber aunque lo recuperó deprisa.

En la descomunal etapa que finalizó en Chamonix (tras ascender por primera vez el Galibier, además del Telegraphe, Aravis y Lautaret) ya estaba de nuevo al frente de la clasificación. Surge entonces un rival con el que no contaba tanto. Paul Duboc se impone en las etapas de Perpiñan y Luchon, asciende al segundo puesto de la general, y se tranforma en una amenaza real antes de afrontar la etapa reina de los Pirineos en la que se encadenan las ascensiones al Peyresourde, Aspin, Tourmalet y Aubisque. Duboc, pletórico, no espera. Ataca de largo y se marcha en solitario sin que ninguno de sus rivales sea capaz de acercarse a él. Es un corredor en plenitud, consciente de que está ante una ocasión única. En la cima del Tourmalet llega con ocho minutos de ventaja. En una clasificación por puntos, le advierten que no haga un gasto extra, que descanse lo que pueda y coma entre los puertos para subir el Aubisque sin agobios. Así lo hace. En el valle por el que serpentea la carretera recoge un bidón y algo de alimento. En su mente se multiplican los cálculos sobre las cinco etapas que restan una vez corone el Aubisque. Pero en los primeros kilómetros de la ascensión final empieza a sentirse mal. Se para una vez, dos, tres. Su estómago no acepta nada y entra en una sucesión de nauseas y vómitos.

Duboc se desploma sobre la carretera, sin fuerza. Impotente ve pasar a sus rivales. Brocco va delante, Garrigou tras él. Allí se van gran parte de sus ilusiones. A duras penas, entre constantes vómitos y cólicos, llega a la meta. Vacío, derrotado.

Entonces, los partidarios de Duboc y parte de la prensa que sigue la carrera lanzan el rumor de que Duboc ha sido envenenado, que el bidón que le dieron antes de subir el Aubisque es el causante de su desplome físico. El ambiente se agita, se señala incluso a Lafourcade -un corredor que no participa en esa edición y que es famoso por sus brebajes- pero sobre todo las miradas se vuelven hacia Garrigou. Las escasas simpatías que despierta en el pelotón y el hecho de ser el gran beneficiado del colapso de Duboc le convierten en el sospechoso perfecto.

La situación llega a tal punto que el director del Tour, Desgrange, le pone escolta personal y se teme que en algún punto de la carretera alguien decida vengarse por lo sucedido. Para añadirle más picante, el Tour pasa en las últimas etapas por Rouen, localidad natal de Duboc. Un problema mucho más serio. La ciudad se llena de octavillas contra Garrigou en las que aparece una supuesta cita de Duboc: "Si no llego a ser envenenado ahora mismo sería el líder del Tour de Francia. Ustedes saben qué hacer cuando el recorrido pase por Rouen".

Desgrange, que también ha recibido alguna que otra carta amenazante, se teme lo peor y articula un plan para evitar cualquier clase de incidente. Visten a Garrigou con un jersey oscuro, le cambian de bicicleta, le borran el dorsal y a su paso por Rouen le colocan un par de coches cerca para que los espectadores apenas puedan darse cuenta de su presencia. Incluso pactan con los ciclistas que aceleren el paso por la ciudad y se dejen de saludos y postureos.

Así consiguen que el líder del Tour atraviese un pueblo que le esperaba casi en armas y le permiten llegar entero a París para ganar su único Tour de Francia. Con el bigote bien alineado y el jersey blanco de cuello alto impoluto.

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