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Historias irrepetibles

Jaques en el Guadalquivir

Sevilla acogió en 1987 el duelo por el Mundial entre Kasparov y Karpov, resuelto en las dos últimas y asfixiantes partidas

Jaques en el Guadalquivir

Nadie daba un duro por Karpov. El veterano militante del Partido Comunista, el favorito del gobierno ruso, venía de perder los duelos de 1985 y 1986 contra Kasparov. Doce años más joven, el ogro de Bakú estaba en su plenitud física y mental. Crecía su poder en el mundo del ajedrez y también en la política. Símbolo de la Perestroika que se abría camino en su país. Karpov representaba la vieja y oscura Rusia; Karparov, la llegada de la modernidad. Pocas cosas habían cambiado en su relación personal. Se admiraban y temían en el tablero, pero se despreciaban fuera de él. Convertidas en peleas más propias de películas de espías, los Mundiales de ajedrez hipnotizaban a la opinión pública no sólo por lo que sucedía en las partidas, sino por lo que las rodeaba. El espionaje, las presiones al más alto nivel, los asesores que traicionan a su maestro para cambiar de bando... eran un filón inagotable. Sevilla relajaría un poco el ambiente, pero a cambio regalaría un desenlace tan agónico como apasionante.

Por primera vez los dos jugadores se veían las caras fuera de territorio ruso, donde habían librado sus tres duelos anteriores. Karpov había sudado para ganar en Linares el torneo de Candidatos que daba derecho a disputar el título al vigente campeón. En España hacía tiempo que se jugaba el campeonato internacional más importante (Linares) y el Gobierno español peleó al máximo nivel para albergar ese duelo que al final también sirvió como muestra del inmenso poder que en pleno auge del felipismo tenía Sevilla en la vida española. Se gastaron 500 millones de las antiguas pesetas en el duelo (casi la mitad se lo repartirían los jugadores) y se remodeló el Teatro Lope de Vega para que se jugasen las partidas. Un espectáculo de escenario en el que 720 personas podían ver a diario a los dos maestros mientras de puertas hacia afuera se organizaban debates y varios profesionales diseccionaban los movimientos ante los aficionados. Y por la noche Televisión Española (que retransmitía en directo las partidas por el segundo canal) ofrecía un programa especial presentado por el extraordinario Leontxo García en el que se resumía y analizaba lo sucedido en la jornada.

El 10 de octubre de 1987 ambos jugadores se estrecharon la mano por primera vez ante los ojos de Sevilla. Habían viajado días antes en el mismo avión, pero se habían ignorado por completo. La mesa había sido recortada porque la habían diseñado con demasiado espacio entre el borde y el tablero sin caer en la cuenta de que Karpov, de menor estatura, sufriría para llegar a las últimas casillas. Kasparov fue el primero en darse cuenta. "No creo que le guste ponerse de pie para hacer algunos movimientos, porque me parece que no llega con los brazos", les dijo entre risas a los responsables de la organización. Se recortó de inmediato, pero daba una idea del grado de conocimiento que tenían uno del otro. Eligieron silla entre las docenas que les ofrecieron. Más modesta la de Karpov, aunque con más respaldo que la elegida por Kasparov. Felizmente para la organización ninguno puso la mínima objeción a que se hubiese diseñado un ajedrez especial que contaba entre sus piezas con cuatro reproducciones de la Torre del Oro sevillana. Era uno de esos detalles que tenía encantados a los responsables de aquel enfrentamiento que acabaría durando más de dos meses (nada que ver con los más de seis que tardó en resolverse el polémico Mundial de 1984 antes de que fuese suspendido). El campeonato mantenía las reglas de las veinticuatro partidas como máximo; el primero que ganase seis se llevaba el Mundial para casa. El empate permitía al campeón (Kasparov) retener la corona.

Demasiados nervios

Karpov, que contó con un importante apoyo popular de quienes veían en Kasparov actitudes más propias de estrellas de la canción que de un simple jugador de ajedrez, no tardó en demostrar que estaba en forma y que había preparado a conciencia el Mundial. Ganó la segunda y la quinta partida (aunque perdió la cuarta) a un Kasparov siempre exigido por el tiempo, tan tenso que llegó a cometer errores infantiles como olvidarse en una de las partidas de pulsar el reloj. Lo que parecía un paseo no iba a serlo tanto. El campeón igualó a dos en la octava partida y dio la impresión de serenar algo su juego.

Llegó entonces la undécima y polémica partida. Karpov jugó de manera magistral y en una situación de agobio logró darle la vuelta al juego y amenazar a Kasparov con un peón de más. Pero en la jugada 35 se equivocó por completo. Cometió un error que nadie era capaz de entender y provocó una escena tan inaudita como desagradable. Kasparov no ocultó su sorpresa. Miró al público del teatro, gesticuló, se tapaba la boca mientras se reía y miraba a su rival como pidiendo una explicación. Karpov no pestañeó, sus ojos se clavaron en el tablero y no se movieron de allí. El campeón se ponía por delante, pero a cambio había perdido gran parte de las simpatías que pudiese generar entre el público que seguía en vivo las partidas. Se recreó en el fallo de su rival en exceso.

Los analistas volvieron a equivocarse al creer que Karpov no se repondría del mazazo moral que había supuesto el fallo y la humillación de su enemigo. En las siguientes cuatro partidas tuvo opciones de igualar, pero estaba fallando a la hora de resolver. Kasparov se agarraba con fuerza al tablero hasta que en la decimosexta no pudo soportar la presión y Karpov igualó de nuevo el combate (8-8). Vinieron entonces seis tablas consecutivas, siempre más cerca de la victoria del veterano.

Sevilla ya estaba llena de luces de Navidad cuando los dos genios disputaron la penúltima partida. Era mediados de diciembre. Un duelo exprimido al máximo, disputado en dos jornadas tras un aplazamiento y en el que los jugadores llegaron apremiados de tiempo al instante final. Seis movimientos en apenas unos segundos, piezas que se caían del ímpetu con el que se movían. La gente de repente entendió que el ajedrez no sólo es reflexión, pausa y aburrimiento. Que puede ser violento, rápido, descarnado. El público miraba desconcertado hacia la mesa sin saber qué había sucedido. Al cabo de un rato, una ovación cerrada. Había ganado Karpov con absoluta brillantez. Kasparov se quedó sentado un rato en la silla, con gesto perdido. Sus ojos se humedecieron y cuando se reunió con su equipo sólo acertó a decir "esto se ha acabado".

Esa noche Leontxo García bautizó lo sucedido como jaques de muerte sonaron en el Guadalquivir. Faltaba una partida y Kasparov tenía que ganar para empatar a doce y retener el título. A Karpov le valían las tablas para derrotar a su gran enemigo, al tiempo y a los pronósticos.

El día definitivo trece millones de españoles (como suena) se sentaron delante de la televisión para asistir al ataque desbocado de Kasparov. Haciendo honor a su apodo (el ogro de Bakú), el campeón no dejó respirar a su rival, que se fue cargando de tiempo y dejando pasar alguna oportunidad de llevar el duelo al empate. Tras el aplazamiento, en la segunda jornada a Karpov se le había acabado la convicción. Vendió cara su derrota, pero Kasparov no iba a perdonar aquella situación. Ganó la partida y retuvo el título casi al límite. No había sido el mejor Mundial en cuanto a juego pero sí el más emocionante y el que convirtió a España en uno de los grandes paraísos para este deporte. Proliferaron los torneos internacionales y muchos grandes maestros se instalaron aquí. Kasparov pasó un tiempo atendiendo compromisos comerciales y sociales. Karpov se marchó al día siguiente de Sevilla. En clase turista, sin hacer ruido, sin la venganza que acarició.

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