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Historias irrepetibles

El sueño olímpico de un genio

El matemático británico Alan Turing, uno de los padres de la informática, estuvo cerca de clasificarse para los Juegos de Londres de 1948 y acabó por envenenarse con cianuro

Turing, en una de las escasas imágenes que hay de él corriendo. LP/DLP

Cincuenta y cinco años después de su muerte le pidieron perdón. Gordon Brown, primer ministro británico, escribió una carta de disculpas en el año 2009 dedicada a la memoria de Alan Turing, el genial matemático, uno de los padres de la informática moderna, y a quien Gran Bretaña condenó en 1952 por ser homosexual. "Lo sentimos mucho, merecías algo mejor" concluye el sentido escrito de Brown y en el que reconoce entre otras cosas el papel capital que Turing tuvo en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, cuando dirigió el equipo que acabó por desvelar el funcionamiento de la máquina Enigma, aquella que los alemanes utilizaban para enviar sus mensajes secretos, sobre todo a sus submarinos que estaban sembrando el caos en el Atlántico.

La figura de Turing, rehabilitada en los últimos años, había caído en el olvido para la mayor parte de la opinión pública después de su condena y posterior suicidio. En 1952, tras ser declarado culpable de homosexualidad, se le ofrecieron dos alternativas: la cadena perpetua o la castración química. Eligió la segunda. Una suerte de tortura que le produjo todo tipo de efectos secundarios.

Dos años después fue encontrado muerto en su habitación tras comerse una manzana impregnada en cianuro. Un suicidio según la versión oficial, aunque durante los años siguientes se multiplicasen las hipótesis sobre el suceso. Pero aquella muerte contribuyó a empujar a Turing al olvido para generaciones enteras que en gran medida le debían la vida. Sólo en los últimos años la sociedad británica comenzó a hacer justicia a uno de los grandes genios del siglo XX, víctima de los prejuicios y de la estúpida moral de su tiempo.

Pero Turing también tuvo una relación muy estrecha y apasionada con el deporte y más concretamente con el atletismo. Le ayudaron su carácter obstinado, su cuerpo fibroso y la necesidad de encontrar una forma de liberar toda la presión que llevaba dentro. Había comenzado a hacer deporte desde niño, en el internado de Sherbourne en el que estudió. Le gustaba el fútbol, pero en aquellos días en los que la lluvia convertía el campo en un lodazal impracticable, los profesores ponían al alumnado a correr.

Y allí Turing descubrió que esos minutos dando vueltas alrededor del centro le ayudaban a poner en orden sus tareas y aclarar las muchas ideas que se iban acumulando en su cerebro. Pero el atletismo y él aún tardarían unos años en unirse definitivamente. Sucedió tras su ingreso en el King´s College de Cambridge (su segunda elección para cursar sus estudios superiores). Allí convirtió en un hábito recorrer a pie la distancia que le separaba de su casa (más de 40 kilómetros si contamos los viajes de ida y de vuelta). Fue ahí donde comenzó a trabajar el fondo que tantos beneficios le daría en el futuro. Cuando en 1935 se convirtió en profesor de ese centro mantuvo la costumbre de correr a diario.

Aunque con menor intensidad, Turing siguió practicando deporte durante su encierro en Bletcheley Park, el lugar en el que con ayuda de un grupo de científicos y matemáticos se dedicó a desentrañar entre 1939 y 1940 los secretos de Enigma, la máquina que los nazis utilizaban para enviar sus mensajes en clave durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial y que, sobre todo, habían convertido sus submarinos en el principal quebradero de cabeza para los aliados. Completar aquella misión cambió el curso del conflicto y en cualquier lugar del mundo le hubiera convertido en un héroe gigantesco. Pero no sucedió con Turing, que después de la Segunda Guerra Mundial se tomó más en serio aquello de ser atleta. Se unió a un club, el Walton Athletic, y comenzó a tomar parte en competiciones de diferentes distancias.

J.F. Harding era el secretario del club en aquel momento. Él dejó escrita alguna reflexión sobre la llegada de Turing al equipo: "Hacía un ruido terrible cuando corría. Fue lo que más nos llamó la atención cuando comenzó a entrenar con nosotros, pero pronto se convirtió en nuestro mejor atleta. Era reservado y educado. Nunca nos habló de Enigma ni de ninguno de los trabajos que estaba desarrollando y cuando le preguntamos por qué corría siempre nos decía que entrenar fuerte era la única manera que tenía de encontrar algo de libertad en su trabajo tan estresante".

A Turing se le ocurrió entonces la posibilidad de ser olímpico. Los primeros Juegos después de la Segunda Guerra Mundial se celebraban en 1948 en su casa, en Londres. Es verdad que tendría 37 años para entonces, pero él era un producto tardío del atletismo y tal vez llegase a tiempo de conseguir la clasificación. Redobló sus esfuerzos y sus entrenamientos, lo que le generó no pocos problemas físicos. Sus marcas siguieron bajando hasta que llegó al campeonato británico en el que se jugaban las tres plazas para la cita olímpica. Allí firmó un más que notable quinto puesto, pero insuficiente para conseguir el pasaporte. Su marca (2:48) era mejor que la que acreditarían muchos de los participantes en el maratón, pero no le sirvió para cumplir el único sueño que había tenido como deportista. Asistió a las pruebas desde la grada y vio la sorprendente victoria del argentino Delfo Carrera en el maratón por delante del galés Thomas Richards. Sólo mejoraron en poco más de diez minutos la marca de Turing. "No hubiera estado tan lejos", pensó.

Allí murió su pasión por el atletismo, justo antes de que su vida se convirtiese en una tragedia que acabaría con su muerte sólo seis años después. Durante los Juegos de Londres en 2012 hubo un intento por parte de varias personas de promover que el maratón llevase su nombre, pero el COI no permite ese tipo de distinciones. La antorcha olímpica, en su recorrido, se detuvo junto a la estatua que le recuerda en un parque del centro de Manchester.

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