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Historias irrepetibles

La primera lección del maestro

Gino Bartali y Fausto Coppi se midieron por primera vez en el Giro de Italia del año 1940 cuando ambos corrían en las filas del mismo equipo

Fausto Coppi y Gino Bartali, en una foto de la época.

Gino Bartali, el señor del ciclismo italiano de finales de los años treinta, quería a aquel muchacho de gemelos fibrosos cerca porque "así será más fácil controlarlo" y le contrató para el Legnano.

Apenas había coincidido con él en un par de carreras. Había visto de cerca su clase sobre la bicicleta, pero sobre todo se fiaba de lo que Cavanna -el fiel masajista ciego de Coppi, el hombre sabio que le sacó de la carnicería donde trabajaba como repartidor y orientó durante toda su carrera- decía de él.

El gran Gino sabía que tarde o temprano el chico de Castellania acabaría por convertirse en un problema, en un infinito dolor de cabeza, pero con la contratación se garantizaba no tenerle como rival durante un tiempo. Para Coppi correr a las órdenes de Bartali era la mejor universidad que podía tener en su carrera como ciclista. Cavanna le empujó a aceptar la propuesta. "Pronto llegará tu momento Fausto, pero antes Bartali te enseñará lo que necesitas saber", le dijo. No se imaginaba lo pronto que el aprendiz iba descubrir tal cosa.

Pavesi, el director del Legnano, seleccionó a Coppi para el Giro de 1940 pese a que iba corto de preparación por culpa de una caída sufrida al comienzo de la primavera. Bartali había dado el visto bueno a su presencia pese a que aquel muchacho ya se había atrevido a discutir algún planteamiento de etapa e incluso su liderazgo. Pero le gustaba mucho y sabía que sería de enorme ayuda, sólo se trataba de frenar su ímpetu, de domar aquel caballo desbocado que era Fausto Coppi.

Pero el Giro de 1940, que tenía al líder del Legnano como indiscutible favorito, saltó por los aires en la segunda etapa. Un perro se cruzó en el camino de Bartali y éste se dio un importante golpe contra el suelo que le dislocó un codo. Tres semanas le dijeron los médicos que necesitaría para curarse, pero se negó a marcharse a casa. Siempre orgulloso, Gino se agarró como pudo a la bicicleta, pero el dolor era infinito. En la tercera etapa cedió más de un cuarto de hora y sus esperanzas de sumar su tercer Giro se desvanecían. Le dolía casi más saber que se le escapaba un triunfo casi seguro porque en la primavera había dado un verdadero recital (triunfos en la Milán-San Remo y el Giro de la Toscana, las pruebas que medían a los principales aspirantes a ganar la gran ronda italiana) y no había en el pelotón quien estuviese en condiciones de desafiarle. Aquello le devoraba por dentro. Pero ni aún así, perdiendo tiempo en etapas tranquilas, puso el pie en tierra.

En su imaginación dibujaba jornadas infernales en las que él recuperaba la energía y a sus rivales le caían los minutos de diez en diez.

Mientras tanto Coppi se mantenía en segunda posición de la general, tras Enrico Mollo, cuando la carrera llegó a la undécima etapa en la que el Giro cruzaba los Apeninos a través del Passo Abetone. Al pie de ese puerto Pavesi dio permiso a Fausto para que corriese su propia carrera, para que se olvidase de Bartali y se lanzase decididamente a por el Giro. Fue allí, bajo una tormenta de agua y granizo, donde Coppi lanzó su primer gran ataque en la ronda italiana. En medio de un viento que cortaba la cara, el de Castellania asombró a los espectadores que trataban de identificar a duras penas a aquel desconocido que ascendía el Abetone ajeno a la tormenta, como si hiciese un día soleado. La primera de las grandes cabalgadas que protagonizaría la Garza real. Ese día consiguió su primera victoria de etapa en el Giro y logró uno de los grandes sueños de su vida: vestir el maillot rosa de líder.

La carrera avanzaba hacia los Dolomitas con un Coppi que parecía haber dejado sus veinte años en la dura pendiente del Abetone. Cada día más fuerte, más seguro, más arrogante. A su lado, Bartali, que sólo tenía veintiséis años, parecía envejecer a pasos agigantados. Pero siguió allí, por si su equipo le necesitaba o por si aquellos novatos que lideraban la prueba se desplomaban en la última semana de carrera y él era capaz de recoger sus pedazos.

A sólo cinco días de que la carrera llegase a Milán, Coppi descubrió lo que era competir a ese nivel y el desgaste que genera una carrera como ésa. El Giro llegaba a Pieve di Cadore tras una etapa infestada de puertos, una jornada clave para el desenlace de la carrera. Coppi cometió un grave error: comer demasiado deprisa. Vicini, uno de los aspirantes al triunfo final, atacó justo después del avituallamiento. Un tanto alterado, el líder se lanzó en su persecución con el estómago hinchado de golpe. Comenzó a sentir escalofríos y aunque alcanzó a Vicini al pie del Passo Mauria había gastado las fuerzas que le quedaban.

Cuando los favoritos comenzaron a aumentar la frecuencia de pedaleo, Coppi se descolgó de inmediato. Por delante se iban Vicini, Mollo, Cottur o Cavanesi, todos los que podían quitarle el maillot rosa que lucía en ese momento.

Coppi se detuvo en la cuneta a vomitar. Se sentía vacío, hundido, incapaz de subirse de nuevo a la bicicleta. Y entonces, apareció Bartali. Su compañero se había quedado descolgado por culpa de una serie de pinchazos y trataba de recuperar el contacto con los primeros cuando se encontró a Fausto inclinado sobre la bicicleta. Se detuvo, le habló con calma, le pasó la mano por el hombro, le obligó a beber, recogió un puñado de nieve y se la pasó por la frente ante la mirada atónita de quienes contemplaban la escena y poco a poco consiguió rebajar el ataque de histeria que sufría su compañero.

Coppi volvió a subir a la bicicleta y Bartali, de forma paciente, le condujo hasta la meta con el suficiente retraso como para no perder el maillot de líder por apenas unos segundos.

Al día siguiente se disputaba la etapa más dura. Ciento diez kilómetros con final en Ortisei y en el que los ciclistas debían pasar por los altos de Falzarego, Pordoi y Sella. Tras ese día sólo restaban tres etapas intrascendentes. En la pensión donde descansaban los ciclistas del Legnano, Pavesi dio orden de reventar la carrera desde el principio. El director del equipo cogió el coche y se dirigió al bar que había en lo alto del Falzarego y le entregó dos bidones a su dueño. "Mañana llénelos de café caliente y déselos a los dos primeros ciclistas que pasen por aquí". El hombre, en su ingenuidad, le preguntó: "¿Y cómo sé que serán los de su equipo?". "No se preocupe. Serán ellos. Uno irá con un jersey rojo, blanco y verde (Bartali era campeón de Italia en aquel momento) y el otro de rosa", le respondió.

El plan de Pavesi se cumplió al pie de la letra. Bartali y Coppi se marcharon del grupo y lucharon contra los perseguidores y contra el frío que les acompañó todo el día. Recogieron los bidones del café en el alto del Falzarego e hicieron frente a todos los contratiempos que les fueron saliendo a su encuentro en forma de pinchazos o pequeñas averías. En la última ascensión Coppi hizo ademán de marcharse tras un problema en la rueda de Bartali pero Pavesi se acercó a él y le insistió en que "los pactos están para cumplirse. Nunca lo olvides".

Los dos corredores, los hombres que protagonizarían una rivalidad gigantesca en la carretera, los que dividirían Italia en partidarios de uno y otro pero que nunca dejarían de respetarse y quererse, llegaban de la mano a la meta. Con algo más de dos minutos sobre Mollo, el tiempo por el que prácticamente se decidiría el Giro de 1940. De ahí a Milán, un simple paseo para el pelotón. Coppi conquistaba su primera gran vuelta con apenas 20 años y seguramente no lo hubiera hecho si el gran Gino no se cruza con un perro el segundo día o si el 4 de junio no se hubiese aparecido a su lado en la subida al Passo Mauria para tranquilizarle con su cálido tono de voz.

Para Bartali aquella derrota fue dura. Él mismo había ayudado a encumbrar a quien sería su gran adversario. Por eso antes de despedirse de Coppi en Milán le dio un último consejo: "Ahora descansa, porque pronto volveré para poner las cosas en su sitio". No imaginaba el piadoso Bartali, el devoto, el padre de familia ejemplar, que la Segunda Guerra Mundial les impediría volver a verse las caras en un Giro hasta 1946. Seis años, la madurez perdida de Bartali, que el piadoso ocupó ayudando a salvar la vida de casi ochocientos judíos.

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