Solo tenía quince años cuando Jack Johnson se subió a un tren y abandonó para siempre a sus padres. Había nacido en Galveston (Texas), era el tercero de los nueve hijos de la pareja que formaban dos trabajadores de un pequeño hotel de la ciudad, pero aquello se le había quedado pequeño demasiado pronto. Viajó de polizón durante días con el fin de llegar a Nueva York, donde se instaló en los muelles, alternando con gentuza de toda clase y ganando sus primeras pagas en el puerto como estibador. Esos primeros años de aprendizaje acelerado en las calles le endurecieron, forjaron su carácter y le arrimaron al boxeo. Su primer contacto con el deporte y los primeros dólares que llegaron a su bolsillo fueron gracias a las conocidas como Battle Royal. A un grupo de adolescentes negros les colocaban dentro de un recinto cerrado con los ojos vendados y se peleaban a ciegas, lanzando puñetazos al aire, hasta que el último de ellos quedaba en pie. Esa práctica, organizada por las mafias que movían las apuestas ilegales en la ciudad, hizo de Johnson la clase de boxeador que sería más tarde. Precavido, buen defensor, siempre seguro antes de dar el siguiente paso hacia delante. Era más grande que la mayoría, mucho más fuerte, con lo que también resultaba más complicado pasar inadvertido en esa jaula en la que llovían golpes de todas partes y le obligaba a activar todos sus sentidos.

Las salvajes Battle Royal le empujaron a buscarse un empleo como conserje en un gimnasio de la ciudad a cambio de poder entrenar junto a otros boxeadores. Ya sabía lo que quería ser en la vida aunque el boxeo no era un mundo sencillo para los negros, como no tardaría mucho en comprobar. En 1897 peleó contra Joe Choynsky, un púgil que estaba cerca de la retirada, lo que le valió una detención por saltarse la ley del estado en materia pugilística. Pasaron dos semanas juntos en una celda que fueron como un máster acelerado para Johnson. Choynsky le explicó todo aquello que nadie le había contado, le dio consejos técnicos, le instruyó sobre lo que encontraría durante su carrera, le advirtió sobre mucha gente? Ese episodio fue básico en su formación. Unos meses después, ante Charley Brooks, llegaría su primera victoria oficial como boxeador. Solo tenía diecinueve años.

Comenzó entonces una serie de victorias contra boxeadores de todo pelaje que no podían hacer frente a su fortaleza. Incluso conquistó el título mundial de la raza negra, pero su verdadero sueño era ser el primero de los suyos en lograr el verdadero Mundial de los pesados, un campeonato que aunque no tenía demasiados años de vida ya disfrutaba de un gran reconocimiento social y siempre había estado en manos de los blancos. Costó que le diesen la oportunidad que se había ganado sobre el ring. Durante más de dos años se dedicó a perseguir al campeón, Tommy Burns, por todo el mundo. Organizaba peleas en la misma ciudad en la que se encontraba o se sentaba en las primeras filas de las veladas en las que participaba para que todo el mundo le viese reclamar una oportunidad. En 1908, y ante el recelo general de quienes controlaban el mundo del boxeo, Burns aceptó el desafío. Impuso sus condiciones. La pelea sería en Sydney, cobraría siete veces más que su oponente y el árbitro sería su propio mánager. Johnson aceptó las condiciones aunque al final se cambiaría al juez de la contienda. Más de veinte mil personas asistieron, en un recinto levantado expresamente para el combate, asistieron a la incontestable victoria del Gigante de Galveston que agotó a Burns durante los primeros asaltos y acabó desmontándole a golpes. Ya era el primer campéon del mundo de los pesados negro, algo que le traería más problemas.

Su victoria provocó una verdadera conmoción en la sociedad norteamericana. La élite del boxeo, blanca, aceptó de mala manera la noticia y se lanzaron en busca de alguien que le arrebatase cuanto antes la corona. Johnson liquidó con facilidad a los primeros que se cruzaron en su camino con lo que todas las miradas se dirigieron hacia Jim Jeffries, que llevaba dos años retirado en su granja tras una carrera invicto. Incluso el escritor Jack London había escrito en la prensa la necesidad de que apareciese pronto "una nueva esperanza blanca" que les devolviese el título. Jeffries aceptó el desafío pero no estaba para esa clase de compromiso. Johnson lo barrió y su esquina acabó lanzando la toalla para evitar males mayores. Ese triunfo generó un terremoto en todo el país. Hubo alrededor de una veintena de muertos repartidos por las cincuenta ciudades estadounidenses en las que se produjeron incientes a causa del resultado del combate. Una verdera locura invadió el país.

La actitud de Johnson en los meses posteriores tampoco ayudó a calmar los ánimos. Alardeaba de su situación, presumía de sus conquistas (casi siempre chicas de raza blanca), se vestía de forma llamativa con enormes abrigos de piel e incluso posaba siempre con pantalones muy ceñidos y relleno para "aparentar" ante los fotógrafos. Era difícil que las élites bancas le perdonasen la afrenta. En 1911 se casó con una joven neoyorkina que acabaría suicidándose con un revólver y a los pocos meses volvió a contraer matrimonio. Esta vez con Lucille Cameron, una chica de diecinueve años a la que había sacado de la prostitución. En el sur de Estados Unidos llegó a pedirse su linchamiento aunque fue gracias a una cuestión legal como encontraron la forma de complicarle la existencia. Poco antes de esa segunda boda fue detenido por violar la Ley Mann que impedía cruzar la frontera del estado con una mujer "con propósitos inmorales". Un jurado le condenó a un año de cárcel, pero él escapó a Canadá haciéndose pasar por un jugador de béisbol donde le esperaba Lucille y ambos viajaron a Europa. Allí defendió su corona en diferentes combates, pero aquella vida en el exilio no era tan gratificante. Las bolsas no eran como en Estados Unidos donde el boxeo ya era una fuente de ingresos gigantesca para promotores y púgiles. Entonces aceptó el combate en La Habana ante Jess Willard en 1915. Las condiciones eran claras: debía perder. En ese caso se le suspendería la condena y se le permitiría regresar a Estados Unidos. Y Johnson cedió a la presión general y entregó el combate y el título mundial de los pesados a alguien que no lo merecía en absoluto. Aún estuvo unos años haciendo dinero en diversos lugares del mundo (España incluida, donde peleó cuatro veces) pero ya alejado de los grandes títulos y los escenarios multitudinarios. En 1920, cansado de la vida en el exilio, regresó para cumplir unos meses de condena pendientes y a ganarse la vida en diversos trabajos en los que también demostró cierto ingenio. Tenía 67 años cuando falleció en un accidente de circulación. Antes le había dado tiempo a ver a Joe Louis ganar el título mundial de los pesados. Casi treinta años habían tardado los negros en tener otro púgil en lo más alto del boxeo mundial.