El drama sobrevolaba Argentina. Un minuto había tardado la selección ecuatoriana en desnudar al equipo de Sampaoli, abierto en canal tras una pared de sus atacantes ante los que su defensa y medio del campo se descompusieron en una alarmante muestra de debilidad. El peor de los escenarios posibles. Se afilaban las cuchillos en Buenos Aires, bravaba el pueblo, el agente de Sampaoli intuía trabajo a corto plazo y se daba forma a los reproches habituales dedicados a un equipo que desde hace años navega sin rumbo fijo, consumido por la falta de relevo en el campo y la ausencia de una dirección lógica fuera de él.

En esos instantes de infinita zozobra nadie sabía que Messi estaba jugando con los billetes para Rusia guardados en su taquilla. El genio, el hombre que sostiene sin pestañerar la comparación con Maradona, apareció puntual para firmar una de esas actuaciones antológicas que se recordarán durante meses, justo hasta que alguien regrese con el caprichoso catálogo de recriminaciones habituales. Es el ciclo de la vida de Messi y su selección. Incomprensible. A veces nadie repara en lo elemental de esta historia y es que la peor Argentina que se recuerda en décadas, la que ha sido gobernada de un modo más deficiente y la que se ha enfrentado a problemas estructurales a los que nadie encuentra solución, viene de jugar y perder de forma consecutiva dos finales de Copa América y una de un Mundial. Algo que no ha sucedido porque sí, que no tiene que ver con un golpe de suerte. Ha ocurrido porque Messi jugaba con su camiseta. No hay otra razón.

En Ecuador volvió a suceder. Ni la temida altura de Quito, ni el ataque de pánico que le entró a alguno de sus compañeros evitó que el del Barcelona solventase la que amenazaba con convertirse en una de las peores tardes de la historia del fútbol argentino, amenazado como nunca con quedarse fuera de un Mundial. Antes de comenzar el duelo, un fiel del atacante del Barça reclama en las redes sociales a los internacionales que jugarían a su lado que "si a uno de ustedes, esta noche Messi les manda la pelota, por favor, devuélvansela". Y así ocurrió. Argentina y la defensa ecuatoriana le entregaron al 10 los balones suficientes para que sacase a su país de ese callejón en el que llevaban meses encerrados y cuya salida encontró el genio.

Messi marcó los tres goles en la victoria de la albiceleste en Quito. Pudo hacer alguno más porque el futbolista sacó su versión demoledora, la del fútbol infinito. Aquella en la que parece que solo él existe y que a su lado se visten diez tipos con su misma camiseta por un simple formulismo reglamentario. Messi volvió a compensar la falta de genio de su equipo y la escasa personalidad de un grupo entregado a una mediocridad -el partido en Quito fue una infamia- de la que solo le sacaba el atacante cuando recibía un balón cerca del área.

Veinte minutos después del gol con el que Ecuador saludó al partido, Messi ya había volteado el resultado con dos tantos. Oxígeno para un Sampaoli que, unos meses después de acceder al puesto de seleccionador, sigue sin encontrar otro plan que ponerse a rezar para que la pelota, del modo que sea, le llegue a Messi. Como antes hicieron Sabella, Batista o el "Tata" Martino, sus predecesores. A falta de media hora para el final anotó el tercer tanto de su cuenta para convertir en un simple trámite la última media hora de partido.

Argentina volverá a estar en la fase final de un Mundial. Lo hace lleno de dudas, pero al menos con la esperanza de coser en los próximos meses algo que se parezca a un equipo en condiciones de ayudar a Messi a pelear por el trofeo que le falta para redondear una carrera casi imposible de igualar. El fútbol respira aliviado tras garantizarse la presencia en el gran escenario del fútbol mundial de uno de sus grandes iconos. Cumplirá 31 años durante el torneo de Rusia. Habrá quien piense que será su última oportunidad de levantar el trofeo que le reclama de forma desmedida una parte del país. Solo él tiene la respuesta a esa duda. Como en Ecuador.