Conviene recordar que, antes de que la Roja nos diera estas alegrías sucesivas, era la economía española la que nos hacía sacar pecho en toda Europa y América. Ahora que triunfamos con la selección y fracasamos con las cuentas, los hombres de negro a los que echamos la culpa de nuestros males ya no están sobre el césped, sino sobre las moquetas de Bruselas y Berlín. Ya saben que es muy español eso de echarle a alguien de fuera la culpa de nuestras desgracias.

La depresión suele llevar asociada una cierta amnesia, que nos hace olvidar el tiempo en el que fuimos felices y no lo sabíamos. El sufrimiento que causa la crisis ha borrado los recuerdos de cuando en el fútbol nos eliminaban en cuartos, pero en materia económica aspirábamos a merendarnos, primero a los italianos, luego a los franceses, y en algún momento, por qué no, a los mismísimos alemanes.

Para remediar estos males de memoria, nada mejor que visitar la hemeroteca. No hay que irse muy lejos en el tiempo para encontrar el presente convertido en el revés: a principios de 2005, el envidiado gigante alemán jadeaba en el campo económico. Llevaba casi una década sin levantar cabeza, destruyendo empleo, disparando su deuda pública e incumpliendo los objetivos de déficit marcados por Bruselas.

Y frente a esa vieja gloria, que durante décadas había encarnado el sueño europeo del éxito y el bienestar, ahora sin velocidad ni ideas, surgía un nuevo campeón. La pujanza, agilidad, y capacidad de regate que ofrecía la economía española nos convertía entonces en líderes en creación de empleo, kilómetros de alta velocidad y construcción de aeropuertos majestuosos al revolver cualquier esquina provincial. Éramos la envidia europea y muchos decían que el nuevo milagro europeo hablaba español.

El sueño, antes de convertirse en pesadilla, era tan reconfortante como los goles de la selección. En una información del diario Cinco Días del año 2006, el entonces ministro de Trabajo, Jesús Caldera, contaba que en las reuniones con sus homólogos comunitarios éstos siempre le preguntaban: "¿Qué hacéis para crear tantos puestos de trabajo?" La economía alemana, francesa e italiana llevaba varios años estancada, y entretanto, España había creado en diez años casi siete millones de empleos. Entre 1996 y 2006, la tasa de paro había bajado del 22% al 8,5%. Los españoles nos habíamos quitado los complejos de encima y la pauta de lo que debía ser un estado de bienestar la marcábamos nosotros. Cheques bebé, Ley de Dependencia, y todo, con una deuda pública bajísima envidiada por los antaño campeones de Europa.

Estábamos instalados en una inmensa recaudación fiscal propiciada por el espejismo del ladrillo, y gracias a ella incluíamos nuevas prestaciones sociales mientras los alemanes iniciaban la purga de los dolorosos recortes sociales. Nosotros subíamos salarios cuando ellos los bajaban. Nosotros aumentábamos servicios y prestaciones cuando ellos los reducían.

Conviene también recordar que antes de todo eso, los españoles que habían emigrado en los sesenta y setenta a Alemania venían a nuestro país impresionados de que allí el Estado te pagaba las gafas y la ortodoncia cuando aquí el dentista sólo estaba para sacar muelas, y las gafas se reparaban con celo porque comprar otra costaba uno de los ojos. El franquismo nos había retrasado del bienestar que disfrutaban las democracias europeas. A partir de mediados de los ochenta, y hasta hace cinco años, quisimos recuperar la ventaja perdida, y ponernos a la cabeza.

Lo mismo que en mayo de 2010, cuando Zapatero tuvo que bajarse del sueño, los socialdemócratas alemanes de Gerhard Schröder fueron los primeros en recetarse amargas medicinas, cuyas dosis serían aumentadas después, hasta niveles críticos, por la doctora Merkel. Ensimismados aún en nuestro éxito económico, no reparamos entonces que todo lo que decimos ahora de nosotros lo dijimos entonces de los alemanes.

El 21 de noviembre de 2002, el ahora director de El País, Javier Moreno, escribía una crónica en la que describía, con un sorprendente paralelismo que debería mover a la reflexión, el mismo dilema actual sobre austeridad y crecimiento. Decía Moreno que "Alemania apostó ayer su futuro inmediato a una sola carta. El Consejo de Ministros aprobó al mismo tiempo el mayor recorte del gasto social y la más fuerte subida de impuestos que se recuerda en los últimos años, en un intento desesperado de cerrar los agujeros de la Hacienda pública y cumplir con el Pacto de Estabilidad europeo. Pero la fuerte contracción del gasto amenaza con hundir definitivamente en la recesión a la economía alemana, que ya muestra signos claros de desfallecimiento, según advirtieron la oposición, los empresarios y la mayoría de analistas"... "La apuesta es arriesgada. Las medidas aprobadas ayer están destinadas a tranquilizar a Bruselas, pero amenazan con agravar la caída de popularidad de Schröder y desatar una oleada de protestas en todo el país. La oposición ya ha anunciado que tratará de bloquear las medidas, vista su impopularidad".

Las medidas adoptadas entonces nos suenan: introducción de nuevos impuestos, eliminación de ayudas a la vivienda, congelados los sueldos de los médicos y de tres millones de funcionarios, al tiempo que se aprobaba una reforma laboral que disminuía considerablemente los derechos y la ayuda que recibían los parados, una legión que en 2004 alcanzaría los 4,4 millones de desempleados.

Les propongo un juego inocente. Vuelvan a leer el extracto de la crónica de 2002, y sustituyan Alemania por España, y a Schröder por Zapatero. La medicina que ahora nos recetan ya la tomaron sus prescriptores. Les dejo a la imaginación más libre la comparativa entre Merkel y Rajoy. La inflexible señora completó la tarea del socialdemócrata y sacó al gigante alemán del constipado que le tenía postrado.

Todo parece indicar, obviamente, que lo nuestro es algo más que un resfriado, que estamos más cerca de la neumonía que del enfriamiento, porque, desaparecido el ladrillo, carecemos de economía productiva para emplear a tantos millones de parados. Pero cierto es también que la señora Merkel no nos está recetando nada que previamente no se haya tomado su propio país.

El caso es que las tornas se han dado la vuelta. Merkel se frustra en el estadio y triunfa en los mercados. El que se opuso a aquellas leves recetas de Zapatero es ahora el doctor que debe sacarnos de una crisis de caballo mientras celebra los goles en el estadio. Y mientras la selección demuestra su eficiencia, en el otro campo, en el económico, en una nueva perversión etimológica, seguimos convirtiendo la austeridad en la antítesis del crecimiento. Tal vez Del Bosque sea el único que por aquí ha entendido que para marcar goles hay que diseñar estrategias, pero también saber administrar las fuerzas.