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La nueva política de estímulo monetario en la eurozona

Incertidumbre en los territorios ignotos

El BCE inaugura su plan de expansión con logros en el tipo de cambio del euro, el interés de la deuda y la Bolsa, pero su éxito se decide en la reactivación y el empleo La política expansiva convencional no logró sus objetivos y Draghi recurre a la última bala

El euro se depreció más del 12% desde que el 22 de enero el Banco Central Europeo aprobó su primer plan de expansión monetaria -que comenzó a materializarse el lunes- con la fabricación de 1,14 billones de euros y la compra masiva de activos financieros. Las primas de riesgo se han reducido, los tipos de interés de las deudas soberanas del área han caído a mínimos y las bolsas han seguido al alza: la española remontó desde entonces el 6%.

Nada de esto garantiza, sin embargo, el éxito de la operación ni constituye en sí mismo el objetivo a alcanzar. El tipo de cambio, la cotización bursátil, los tipos de interés y los diferenciales de riesgo son objetivos instrumentales -condición necesaria pero no suficiente- para alcanzar los fines buscados. Los objetivos finalistas de la maniobra son detener la desinflación, que la liquidez y el crédito irriguen la economía real, estimular la actividad y la demanda, y promover el empleo. Será la consecución o no de estos propósitos la que determine el triunfo o fracaso de la gran operación extraordinaria del BCE. Los "territorios desconocidos" (expresión del Fondo Monetario Internacional) en los que ha empezado a adentrarse esta semana el BCE están sometidos a resultados inciertos.

La inflación sigue siendo muy débil en las áreas en las que ya se aplicaron ingentes medidas de estímulo monetario desde que estalló la crisis y el crecimiento económico es muy desigual. Desde 2008 algunos de los mayores bancos centrales inundaron sus economías con 9 billones de dólares (equivalentes a la suma de los PIB de Alemania, Francia y Reino Unido) y, en contra de los temores más fatalistas, la inflación no ha hecho acto de presencia y sigue agazapada.

El resultado dinamizador del PIB y del empleo de estas medidas extraordinarias difiere según territorios. Ha funcionado mejor en EE UU, pero con el concurso de los estímulos fiscales, de una economía muy flexible y de una divisa (el dólar) que es la primera moneda mundial de reserva. A Reino Unido no le ha ido mal, pero con la ayuda de una política de austeridad más retórica que contundente. Y Japón no acaba de remontar pese a los sucesivos programas monetarios expansivos aplicados desde 2001.

El BCE es el ejemplo de que la relajación monetaria puede fracasar. Que ahora se embarque en la fabricación masiva de moneda evidencia que el arsenal de medidas convencionales aplicadas hasta ahora (reducción de los tipos de interés hasta el 0,05%, tasas negativas en sus depósitos, copiosas subastas de liquidez para la banca y compras de bonos estatales) no dio resultado. Tampoco la compra de deudas privadas desde octubre. La eurozona sigue con inflación negativa, en riesgo de deflación, con tasas de paro inaceptables y con crecimientos pusilánimes al cabo de ocho años de crisis.

La expansión monetaria es la última bala. Lo es porque agota el catálogo de medidas de que dispone el banco central y porque constituye el único recurso que les queda a las economías con elevadas deudas públicas y privadas para intentar estimular la demanda. Si el gasto ya no puede financiarse con más endeudamiento público y privado, la alternativa es hacerlo fabricando dinero, lo que, a su vez, alivia el peso de los débitos. No una opción que corrija el problema sin costes: sólo lo cambia de sitio (los ahorradores asumen parte de los daños) y permite ganar tiempo.

Lo que está por ver es la suficiencia de la receta. Desde agosto, Mario Draghi, presidente del BCE, insiste en que la política monetaria expansiva no tiene garantía de éxito sin el respaldo de las políticas de oferta (reformas estructurales) y de los estímulos fiscales. Y el FMI pregona que se precisan planes de inversión pública en infraestructuras para romper el cerco del abatimiento.

Un vasto programa de monetización de deuda como el que se acaba de poner en marcha debe evitar, como objetivo supremo, que se materialice el presagio funesto del "estancamiento secular". Y para ello el BCE debe sortear no pocos escollos.

Muchos teóricos coinciden en que, una vez que la política monetaria ha alcanzado el "límite inferior cero" (en el inaudito 0,05%), la capacidad tractora de los estímulos monetarios decaen. Y más cuando el llamado "alivio cuantitativo" se aplica sobre economías que están acometiendo al mismo tiempo procesos de desendeudamiento.

La teoría sostiene que bajar las tasas de interés impulsa la economía porque, al estrechar los márgenes de rentabilidad, promueve una mayor actividad crediticia. Pero esto sólo hasta aquel nivel mínimo a partir del cual el riesgo asumido -más el coste operativo- supera el beneficio estimado.

Europa puede encontrarse, pues, no con un problema de falta de dinero, sino de escasa oferta de crédito y de insuficiencia de la demanda solvente de préstamos.

Se parte de la premisa de que ya hay abundancia de liquidez y que lo que está maltrecho es el canal de afluencia del préstamo en economías con empresas, familias y estados que precisan desendeudarse.

Los tipos de interés nominales cercanos a cero tampoco ayudan porque, aunque en sí mismos debieran ser un acicate para promover la inversión y la movilización productiva de esos recursos, esto deja de ser así cuando la percepción de riesgo es mayor que la rentabilidad esperada. Y más cuando la inflación negativa hace que, en términos reales, una tasa nominal igual a cero siga siendo positiva.

Por lo tanto, que la nueva terapia del BCE resulte o no eficaz se va a librar también en el ámbito de las percepciones y de las expectativas.

El mayor riesgo de fracaso de la relajación monetaria es la llamada trampa de liquidez. Keynes decía que, en caso de grave crisis económica, y cuando los tipos de interés son muy bajos, el aumento de la base monetaria, e incluso de la oferta monetaria, tiene efectos limitados.

Las políticas monetarias son asimétricas: tienen mucho más garantizada la eficacia cuando son restrictivas que cuando son expansivas porque en el primer caso (subidas de tipos o contracción de la oferta monetaria) tienen un carácter coactivo e imperativo que los actores económicos no pueden eludir. En el segundo caso (bajada de tipos e inyecciones masivas de dinero), la decisión última queda siempre en manos de los sujetos económicos, quienes pueden optar por inhibirse y no seguir los designios del banco central. En vez de gastar, prestar e invertir el dinero, pueden optar por atesorarlo o por utilizarlo para reducir su endeudamiento previo.

Todo esto supone que no existen garantías de que el dinero que fabrique el BCE llegue a filtrarse a la economía productiva. Puede imponerse la preferencia por permanecer en liquidez. Y puede concentrarse en los mercados financieros generando peligrosas "burbujas" de activos por sobrecalentamiento y sobrevaloración de bonos, acciones, bienes inmuebles y otros, sin que redunde en un relanzamiento del consumo, la inversión productiva y el ciclo productivo virtuoso.

Por estas razones, los teóricos de la Escuela Austriaca son muy críticos con estas intervenciones de los bancos centrales, en la medida en que suponen una injerencia mediatizadora en el mercado y en el sistema de formación de precios y porque distorsionan la asignación de recursos. A su vez, los keynesianos consideran falible el método monetario de lucha contra las crisis y propugnan la vía de la inversión pública como la única opción con garantía cierta de aumentar la demanda agregada. El Gobierno y el banco central alemanes, así como otros países afines, temen que la expansión cuantitativa actúe como un mero placebo y, que lejos de corregir los males, aplace las reformas que, a su juicio, son imperiosas para afrontar el desafío de la competitividad.

La ausencia de bonos federales en Europa y la coexistencia de 19 mercados nacionales de deudas soberanas distintas, y con calificaciones crediticias y tipos de interés diferentes, pueden restar efectividad al BCE respecto a otros bancos centrales que operan sobre mercados integrados y homogéneos.

Que la bancarización de la economía europea sea muy superior que la estadounidense es otro inconveniente. En la eurozona el 75% de la financiación de la economía la aportan los bancos mientras que en EE UU esta dependencia es de sólo el 25%. Esta disparidad entraña que el BCE sea mucho más rehén que su homólogo estadounidense (la FED) de la predisposición y capacidad de los bancos para acrecentar sus riesgos crediticios. Y más cuando la banca europea tiene en sus carteras el 25% de la deuda soberana del área, una proporción que en el caso de España llega al 47%. La proclividad vendedora o no de las entidades financieras de tales títulos puede ser crucial para el éxito del BCE.

La venta generaría ganancias a la banca, que compró esos bonos en la mayoría de los casos a precios inferiores a los actuales, pero desprenderse de ellos supondrá renunciar a unos rendimientos elevados porque en el momento de su compra, y como consecuencia de las mayores primas de riesgo que existían entonces, esos títulos aún ofrecían generosas rentabilidades.

Enajenarlos supondría renunciar a su vez a unos activos que a los bancos no les consumen capital, mientras que su venta al BCE aportaría a la banca una liquidez con la que, dados los bajísimos tipos actuales, tendría más dificultad para obtener rendimientos apreciables y que, de canalizarlos como préstamos bancario a la economía, sí le reducirá sus ratios de solvencia.

Parece razonable que la banca trate de manifestar algún espíritu de colaboración con el BCE.

Aún así, el mercado europeo de deuda es más estrecho y menos profundo que el estadounidense, lo que dificulta el acaparamiento masivo que necesita el Banco Central. Esto es más apreciable en algunos países con poca deuda. En la medida en que el BCE debe comprar bonos de todos los países de forma proporcional, existe el temor fundado de que no pueda cubrir la suscripción alícuota que le corresponde a algún país, caso de Alemania.

La UE dista de ser EE UU y sólo por esto cabe prever que no necesariamente tengan que ser idénticos los resultados de aplicar en uno y otro espacios una similar política, y más cuando se hace en momentos y circunstancias diferentes.

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