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La gran mutualización

La deuda pública española supera el 100% del PIB por vez primera en un siglo, impulsada, entre otros factores, por la colectivización de riesgos privados contraídos durante la 'burbuja'

La gran mutualización

El virulento y vertiginoso crecimiento del endeudamiento soberano español durante la Gran Recesión de 2008-2014 es un ejemplo de manual de la colosal transformación en deudas públicas a la que propenden los débitos privados en periodos críticos de hundimiento de la actividad económica, de acuerdo con el principio de que las deudas privadas tienden a convertirse en obligaciones colectivas.

Esta gigantesca mutualización se produjo en todos los países avanzados. Durante esta crisis los endeudamientos estatales crecieron de media en el mundo desarrollado el 51%, según el Instituto Global McKinsey, y esto al tiempo que se aliviaban, aunque con menos intensidad, los apalancamientos privados, en parte como consecuencia de la transferencia de quebrantos a los estados desde el ámbito de las familias, empresas y bancos.

Como aseguró el Banco de España en su boletín del pasado verano, "una de las principales consecuencias de la crisis económica y financiera ha sido el incremento de las ratios de endeudamiento público de los países desarrollados hasta niveles que representan en muchos casos máximos históricos".

En España el fenómeno ha sido mucho más raudo e intenso como consecuencia de algunos rasgos específicos. El principal fue la monumental acumulación de deudas en la que incurrieron ciudadanos y empresas con la banca y los mercados de capitales, y la de los bancos con los mercados internacionales para financiar un modelo de crecimiento (el de 1998-2008), que se fundamentó en una gigantesca asunción de débitos, la confianza en una revalorización persistente de activos que respaldara el riesgo, un saldo exterior por cuenta corriente deficitario y creciente (llegó a ser de 100.000 millones anuales) y una vorágine especulativa cuya eclosión se llevó por delante la solvencia de miles de familias, empresas y entidades financieras, y puso en gravísimo aprieto (especialmente en julio de 2012) la del Tesoro español.

Por consiguiente, el primero de los muchos mitos de la crisis es el que atribuyó el alza de la deuda estatal al supuesto carácter manirroto del Gobierno de turno. Que la tesis era inconsistente lo demuestra que la deuda ha seguido creciendo de forma desbocada. Pese a seis años de recortes, pese a la mayor subida de impuestos de la democracia (hubo 50 alzas tributarias desde diciembre de 2011), pese a las compras masivas de deuda soberana por el Banco Central Europeo, pese a un crecimiento del PIB del 3,2% el año pasado (el octavo mayor de la UE) y pese a la reducción del gasto en desempleo por la disminución del paro y por la menor tasa de cobertura y protección de los parados, la deuda pública ha escalado hasta superar el 100% del PIB, más de 1,095 billones.

De modo que si durante la crisis la deuda creció en 353.642 millones de euros con Zapatero, con Rajoy aumentó en 351.828 millones. Intentar explicarlo atribuyéndolo -como se hizo- a las políticas de estímulo fiscal de 2008-2009 (26.000 millones) es quimérico. Y más porque, como dijo Rajoy en Bruselas en octubre de 2012 a propósito del aumento de la deuda soberana española por la petición de rescate financiero a Europa, "40.000 millones son sólo 4 puntos del PIB".

En realidad, lo que ha estado ocurriendo, junto con otros factores coadyuvantes, es una magna colectivización de riesgos, pérdidas y deudas privados. Esta socialización se produce por muchas vías y algunas se activan sin que nadie lo decida, porque forman parte de los resortes de la propia economía para forzar su reequilibrio y atenuar las fases del ciclo.

Estos estabilizadores automáticos son, fundamentalmente, el hundimiento de los ingresos tributarios, el gasto en protección de los parados e incluso el ahorro de empresas y familias para intentar restablecer su solvencia y liquidez. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), más de la mitad del aumento de la deuda pública mundial (creció en 25 billones entre 2007 y 2014) obedeció a estos mecanismos.

En España el efecto fue mucho mayor porque el endeudamiento de empresas, ciudadanos y sistema financiero era enorme (286% del PIB en 2007, según el FMI) y porque el endeudamiento del conjunto de la economía española con el resto del mundo era el segundo mayor del planeta en términos brutos y es, según Eurostat, el quinto mayor de la UE en términos netos.

El hundimiento de los ingresos tributarios también fue más gigantesco en España. El Estado dejó de recaudar 70.000 millones de euros anuales, la mayor pérdida de ingresos públicos del mundo avanzado, dijo la OCDE en diciembre. Fueron determinantes la mayor destrucción de empresas (por el elevado endeudamiento, por su dependencia de la demanda interna y por su excesiva exposición a la burbuja inmobiliaria), lo que supuso un retroceso del 64% en la recaudación del impuesto de sociedades, además de los efectos sobre el IRPF y el IVA por el ascenso meteórico del paro a consecuencia de la peculiar capacidad española para crear y destruir más empleo por unidad de PIB que otros países análogos.

El aumento desaforado del desempleo espoleó a su vez el gasto público hasta los 35.000 millones anuales por este concepto. En conjunto, los ingresos se hundieron en 7 puntos de PIB y los gastos se dispararon otro tanto, lo que abrió una sima de 14.000 millones al año.

El diseño de la política tributaria española tampoco ayudó, porque en el decenio anterior unos y otros gobiernos siguieron la estrategia lafferiana de reducción y supresión de figuras impositivas, lo que hizo descansar la capacidad recaudatoria sobre la burbuja y el ciclo económico. Cuando ambos se desmoronaron, la recaudación se despeñó con más intensidad. Todos los países rescatados en Europa habían seguido más o menos este planteamiento procíclico de los impuestos y todos encabezan hoy el ranking de endeudamiento exterior.

La unificación de la política monetaria y cambiaria por la pertenencia al euro supuso que los mercados financieros, ante la imposibilidad de diferenciar la fortaleza de las economías nacionales por el tipo de cambio y el tipo de interés exigido a los particulares, lo expresase a través de la prima de riesgo de sus estados, lo que indujo a un encarecimiento de la financiación del Tesoro -y consiguiente aumento de la deuda pública- hasta que el famoso golpe de timón del BCE alivió la tensión con su respaldo al euro y a las deudas soberanas.

Que países entonces con mucha mayor deuda pública que España sufrieran un menor ataque de los mercados explicita que era el miedo al endeudamiento total de la economía -y no sólo al de las administraciones- lo que se estaba expresando, lo que tenía plena lógica, dada la probada capacidad de transmutación de los fallidos privados en destrozos públicos. Se había visto en Japón con el estallido de su propia burbuja una década antes y en muchos otros precedentes.

En la medida además en que la rentabilidad de los bonos públicos determina la senda de los intereses de los corporativos -con los que el Estado compite en la captación de ahorro-, y en tanto que existe una correlación inversa entre el coste de la deuda y la cotización bursátil (la bolsa baja si el interés de la deuda pública sube), los acreedores y prestamistas internacionales lograban plenamente su objetivo de tasar su apreciación de riesgo sobre el conjunto de la economía española expresándolo únicamente sobre el precio y rendimiento de los bonos del Estado.

Esto hizo cundir la engañosa percepción de que el único problema de España era su deuda pública cuando el drama es ser el octavo país del mundo con mayor pasivo (público y privado), equivalente a más del 300% del PIB.

Tampoco se tuvo en cuenta que las agencias de calificación ligaron sus rebajas de rating y juicios severos también al miedo a que el Estado tuviera que rescatar al sector privado y se produjera su insolvencia, como le ocurrió a Irlanda en 2010.

El grave apalancamiento del sector privado con la banca, la convicción de que el Estado tendría que salir en auxilio del sistema financiero si pinchaba, la elevada acumulación por los bancos en sus balances de crecientes volúmenes de bonos públicos (y por lo tanto de riesgo soberano) y la convicción de que la Hacienda pública tendría que restablecer su solvencia haciendo recortes y subiendo impuestos (y deprimiendo por ello aún más la economía durante algún tiempo, como así ocurrió) conformó un triángulo de retroalimentación y de contagio recíproco de riesgos y de costes.

A este bucle perverso se sumó la necesidad creciente de financiación por el Estado para tapar el agujero del hundimiento de ingresos y alza de gastos ligados a la crisis y al paro, lo que drenó aún más la ya tasada financiación al sector privado (el conocido como efecto expulsión) y agravó la crisis para muchos agentes. Esto se tradujo en más paro, más gasto público y menos ingresos tributarios, a la vez que en el aumento de la deuda de los contribuyentes con el fisco, que superó en 2015 los 50.000 millones (5% del PIB).

El paro elevado y las bajadas salariales (dos mecanismos severos de autocorrección de la economía para depurar sus desequilibrios por los excesos cometidos durante la fase alcista) siguen alimentando la deuda pública al trasvasar déficit al Estado mediante la merma de los ingresos de la Seguridad Social, que es en este momento el principal foco de inquietud.

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