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Referéndum británico sobre la UE En la víspera de la cita con las urnas

La fractura británica

Reino Unido opta el jueves entre la ruptura y la cohabitación con los socios - Londres tendrá un estatus especial si decide la continuidad

Reino Unido decide mañana su permanencia o no en la Unión Europea (UE). Es la segunda vez que ocurre en 41 años y no es descartable que tampoco sea la última. El problemático encaje británico en el club europeo, que está tensionando las primas de riesgo, deprecia la libra frente al euro, perturba los mercados cambiarios, de bonos y de acciones, y amenaza con la inestabilidad económica y la volatilidad financiera a ambos lados del Canal de La Mancha, sólo es uno de los desafíos y de las grietas del inacabado proyecto europeo, que nació como un ideal de paz para superar las recurrentes conflagraciones continentales y que hoy es una apuesta colectiva para evitar la irrelevancia y la marginalidad europeas en la geopolítica mundial y en la economía globalizada.

Si en el referéndum del jueves el pueblo británico opta por el brexit (contracción que ha dado nombre a la eventualidad de que el Reino Unido cause baja en la UE), la construcción europea se enfrentará al escenario inédito de su primera gran fractura (con el único precedente de la región danesa de Groenlandia en 1985), y con una escisión no por el Sur -como se temió desde 2010-, sino por el Norte, y por la renuncia no de un país secundario, sino de la tercera mayor economía del bloque, equivalente al 16% del PIB de los 28 países asociados.

Por lo tanto, se estará ante el riesgo de que, roto el tabú de la salida (una opción regulada por vez primera en el Tratado de Lisboa, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009), se reabran las sospechas sobre la reversibilidad no ya del proyecto monetario del euro -como se especuló en los últimos años- sino de la construcción europea como espacio económico de libre comercio con voluntad de alcanzar una mayor integración fiscal, política e institucional.

Tanto el Reino Unido como la UE podrían verse envueltas, al menos temporalmente, y hasta la clarificación y consolidación de un nuevo statu quo, en una oleada de agitación y enorme vulnerabilidad económicas, y esto además en un momento muy delicado y lleno de sombras en el lento e inconcluso proceso de salida de la mayor crisis internacional en tres cuartos de siglo.

Pero, de optar el pueblo británico por la continuidad, apenas se habrá resuelto una parte de las incógnitas. Persistirá la incertidumbre, la sospecha de interinidad británica en el club y la convicción -y aún más tras las cuatro concesiones otorgadas por la UE en febrero al primer ministro británico, el conservador David Cameron, a cambio de su implicación activa en defensa de la permanencia- de que no se estará ante una verdadera integración sino ante el reconocimiento explícito de lo que se ha dado en llamar “la excepcionalidad británica”. El jueves, por lo tanto, no se opta entre escisión y unión, sino entre ruptura y cohabitación.

Antecedentes

La relación con el continente siempre fue así. Incluso cuando, antes de que lo hicieran los llamados padres de Europa, Winston Churchill, dos veces primer ministro del Reino Unido, verbalizó en septiembre de 1946, siendo líder de la oposición, y un año después de terminada la Segunda Guerra Mundial, la conveniencia de construir los ‘Estados Unidos de Europa’, pero sin el Reino Unido: “Estamos en Europa pero no somos Europa”.

La Primera Guerra Mundial, que puso fin al reinado de la libra esterlina, y la Segunda, que instauró el poderío del dólar y abrió la etapa de renuncia de Londres al Imperio Británico, situó al Reino Unido en la tesitura de definir un nuevo lugar para las Islas Británicas y su economía en el orden internacional. Pero cuando en 1951 se puso en marcha la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), germen de la actual UE, el Reino Unido, entonces bajo el gobierno laborista de Clement Attlee, se mantuvo al margen, en lo que se interpretó como la preferencia nacional por anteponer sus relaciones comerciales prioritarias con EE UU.

Algunos historiadores apuntan a la crisis del Canal de Suez en 1956, y a su desencuentro entonces con EE UU, como el hito que acució la búsqueda de alianzas externas en Europa para reactivar la proyección de su influencia internacional, desdibujada por el declive de su antiguo poderío imperial.

Veto francés

Sin embargo, la firma en 1957 del Tratado de Roma por la entonces Alemania occidental, Francia, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, y que dio lugar a la Comunidad Económica Europea (CEE), no contó con el concurso de Londres, que prefirió promover en 1960 la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) con algunos países continentales.

Fue un año después, en 1961, cuando el primer ministro conservador Harold Macmillan pidió el ingreso. La pretensión británica se topó con dos rechazos. Uno fue la renuencia de sectores nacionales. Otro, el veto galo.

El presidente de la República Francesa, Charles De Gaulle, se opuso a la incorporación del Reino Unido, temeroso de que actuase como caballo de Troya dentro de la Unión al servicio de los intereses de su aliado EE UU.

La otra resistencia vino de dentro: la reticencia de algunas minorías del Partido Conservador (en general, proeuropeo) y el rechazo del Partido Laborista, de Hugh Gaitskell, opuestos en ambos casos a la pérdida de autonomía de su país. El ala más izquierdista del laborismo vio además en el proyecto europeo un propósito de imponer los valores hegemónicos del capitalismo.

El veto de De Gaulle a Reino Unido se repitió en 1967, cuando el laborista Harold Wilson, con su partido dividido entre pro y antieuropeístas, solicitó de nuevo la entrada con el propósito de recobrar, mediante su asociación a la CEE, parte de la influencia internacional perdida por su país. Los dos vetos sucesivos fueron humillaciones que alimentaron el sentimiento de desconfianza hacia Europa.

La retirada de De Gaulle en 1969 y el ascenso de George Pompidou abrió la puerta a la integración británica en 1973. Lo hizo con cuatro peticiones: mantener su estatus especial de relación con los países de su antiguo imperio (Commonwealth), que la CEE fuese un espacio de libre comercio y no el embrión de un proyecto de unión política, que se le eximiese de soportar la onerosa carga de la Política Agraria Común (PAC) -que consumía el 75% de los recursos europeos y apenas podía beneficiar a Gren Bretaña por el escaso peso de su sector agrario-, y el blindaje de sus caladeros de pesca a la incursión de otras flotas europeas.

El primer referéndum

El fracaso negociador -sobre todo en las dos últimas exigencias- generó un enorme malestar en la sociedad británica y esto, sumado a que la entrada en la CEE se produjo coincidiendo con el estallido de la mayor crisis económica desde la II Guerra Mundial (el primer shock del petróleo, en 1973), indispuso aún más a una sociedad que identificó el paro, la inflación y el declive de su tradicional industrial pesada, con la pertenencia a la CEE.

De modo que en 1974 el primer ministro conservador que negoció la incorporación, Edward Heath, fue castigado en las urnas, y el Partido Laborista se hizo con el Gobierno en medio de una fractura interna en la formación que el nuevo primer ministro, Harold Wilson, intentó resolver -como ahora el conservador David Cameron- convocando un referéndum.

En la consulta del 5 de junio de 1975 la permanencia en la CEE ganó con el respaldo del 67,2% de los votos emitidos. Aunque la controversia entre los laboristas pervivió hasta los años 90, la cuestión quedó zanjada. De momento.

Thatcher

Margaret Thatcher, que era secretaria de Educación en el Gobierno conservador que en 1973 firmó la entrada en la CEE, hizo campaña en 1975 por la permanencia. Entonces -a la inversa que ahora- los conservadores eran los eurófilos y los laboristas, los euroescépticos, aunque todos participaban de la resistencia -con mayor o menor grado- a las cesiones de soberanía y a que el espacio de libre comercio y de libre circulación de bienes y capitales pudiese derivar hacia un estado centralizador.

Thatcher se encumbró como líder conservadora y primera ministra en 1979 con el lema “Quiero mi dinero de vuelta”. En 1984 logró su objetivo y la CEE reconoció el cheque o ticket británico que permite al Reino Unido reducir su aportación presupuestaria a la Unión por el escaso beneficio que obtiene de la PAC. Fue la primera excepción. Siguieron otras. En 1985, el Reino Unido se mantuvo al margen del Convenio Schengen, que permite la libre circulación de personas de terceros países y supone una política común sobre visados, derecho de asilo e inmigración.

Las políticas liberalizadoras y de desregulación financiera de Thatcher (lo que se llamó el big bang), que comenzó en 1986, y los contundentes planes de reconversión industrial de sectores productivos básicos, en parte obsoletos, supusieron una transformación del tejido productivo británico, de modo que el país promotor de la Revolución Industrial entró en una dinámica de desindustrialización a la vez que el país desarrollaba un potentísimo sector financiero en torno a la City.

Esta especialización, que devolvió a Londres su hegemonía -tras Nueva York- en los mercados mundiales de capitales, agudizó la diferenciación entre los modelos que se propusieron alguna vez como prototipos antitéticos: el capitalismo anglosajón y el renano. Algunos de los desencuentros más recientes entre Londres y Bruselas derivan de esta divergencia. La industria aporta el 27% del empleo alemán; el 22% de la UE y sólo el 15,8% de Reino Unido.

A partir de 1988, laboristas y conservadores intercambiaron sus posiciones sobre Europa. Los conservadores pasaron a ser euroescépticos cuando Thatcher, en Brujas, pronunció su proclama contra el “federalismo” europeo, y los laboristas vieron en la llamada “Europa social” y en el liderazgo del socialista francés Jacques Delors al frente de la Comisión Europea un amparo frente a la revolución neoliberal de Thatcher en Reino Unido y de Ronald Reagan en EE UU. Las nuevas posiciones se consolidaron cuando la primera ministra británica pronunció en 1990 su famoso “No, no, no”.

Su sucesor, el también conservador John Major, mantuvo la estrategia de más mercado pero no más integración: una unión “más amplia pero no más profunda”. Reino Unido apoyó la entrada de los antiguos países comunistas del Este, lo que se interpretó como el afán de ampliar el espacio para diluir la capacidad interventora de las instituciones europeas sobre los estados miembros.

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