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Macroeconomía El modesto crecimiento global en la salida de la crisis

Las hipótesis que frenan el mundo

El reto del estancamiento secular, el enigma de la baja productividad y el retraso de la repercusión de las nuevas tecnologías lastran, entre otras causas, la recuperación

El avance de la economía es modesto y la recuperación se mantiene en tasas insuficientes ocho años después de la crisis financiera internacional. El Fondo Monetario Internacional (FMI) pronosticó hace un año que 2016 sería "decepcionante" y el Banco Mundial, más pesimista en sus predicciones, sostuvo hace seis meses que el crecimiento global sería este año el menor desde 2009. Europa tardó siete años y medio en recuperar el nivel de producto interior bruto anual (PIB) previo a la Gran Recesión y algunos países, como España, aún no lo han logrado aunque estén próximos a conseguirlo. El pronóstico que se hizo en 2008 de que podríamos estar ante el comienzo de una "década perdida" está más cerca de cumplirse.

Las proyecciones apuntan a que seguirá el crecimiento pero con lentitud. Para 2017-2018 los vaticinios auguran incrementos de la economía mundial que oscilan entre el 2,8% y el 3,5%, bordeando aún el límite del 3% que, en términos planetarios, establece la divisoria entre el estancamiento y el crecimiento. En el periodo 1998-2008 la actividad mundial había avanzado a tasas anuales entre el 3,5% y el 5%, y muchos analistas juzgan que el comportamiento esperable de la economía global tras haber dejado atrás la etapa de recesión debería haber sido una recuperación media del 5%.

Sobre la anomalía de este crecimiento escuálido se conjeturan diversas explicaciones. Son distintas aproximaciones que mantienen abiertas aún muchas incógnitas sobre la etiología real del escaso dinamismo.

Estancamiento secular

El ex secretario del Tesoro de EE UU Larry Summers rehabilitó en 2013 el concepto del estancamiento secular, acuñado en los años 30 por el economista Alvin Hansen. Summers y otros autores describen con él la realidad presente, caracterizada por la insuficiencia de la demanda y la falta de oportunidades de inversión rentable. La tesis trata de explicar la incapacidad del mundo avanzado de crecer a tasas adecuadas pese a las políticas monetarias ultraofensivas, la abundancia de liquidez y los bajísimos tipos oficiales de interés.

La explicación apunta a que las expansiones monetarias gigantescas desarrolladas por las grandes áreas monetarias no rinden todos los efectos deseados porque la convaleciente economía global sólo sería capaz de encontrar el equilibrio para casar la excedentaria oferta de ahorro con la insuficiente demanda de inversión en una situación de tipos de interés reales (una vez descontada la inflación) negativos, lo que no es posible -ni aun con los tipos oficiales situados en el 0%- si la inflación es negativa o ínfima. Se necesitaría, por consiguiente, fabricar inflación para que las tasas nominales en cero o positivas se vuelvan negativas en términos reales.

El estímulo inflacionario es uno de los objetivos de la política de flexibilidad monetaria pero sus resultados han sido mediocres porque al esfuerzo de los bancos centrales se contraponen fuerzas poderosas de signo contrario, como la sobrecapacidad preexistente, devaluaciones salariales, alto endeudamiento, austeridad y recortes públicos, depreciación de las materias primas, bajo crecimiento, envejecimiento demográfico, nuevas tecnologías y economía digital, desigualdad y brecha creciente de riqueza, exceso de ahorro a resultas de la globalización y de la liberalización del movimiento de capital y otras. Todos estos factores son deflacionarios, por lo que, según esta hipótesis, se precisaría recurrir a la política fiscal (gasto e inversión públicos), a la vez que se mantienen las condiciones monetarias laxas, para romper el bloqueo.

La operación tiene riesgo (la deuda soberana mundial ya es muy alta, y los tipos reales negativos podrían contribuir a la inestabilidad financiera) pero tasas mayores de inflación facilitarían la digestión de los elevados endeudamientos mundiales (en su mayoría, privados), generarían demanda y deberían ayudar a reactivar la inversión.

Estancamiento secular

La tesis guarda relación con las teorías keynesianas: si los tipos de interés, incluso ínfimos, se mantienen por encima de la eficacia marginal del capital, la resultante es la "preferencia por la liquidez", lo que el economista John Hicks redefinió como "trampa de liquidez". Esto ocurre cuando las tasas nominales de interés ya han bajado hasta el 0% (incluso a tasas negativas para bancos y grandes clientes) y pese a ello el estímulo monetario es incapaz de generar mayor demanda.

Keynes defendió por ello la preeminencia de la política fiscal (y más por la vía del gasto público que por la de la baja tributación) como principal instrumento dinamizador cuando la economía entra en el marasmo y la demanda privada se contrae.

OCDE, FMI, BCE y más recientemente la Comisión Europea postulan la necesidad del concurso del activismo presupuestario como apoyo a las políticas monetarias y a las reformas estructurales, pero colisionan con las convicciones de muchos países defensores de la austeridad y con los discursos dominantes que trataron de imputar la crisis no a los excesos privados de la etapa de auge sino a la respuesta de estímulo fiscal que aplicaron los Gobiernos en los países avanzados (y no sólo en España) en 2008-2009, una vez que se derrumbó la economía.

Productividad

La baja productividad mundial, otra de las causas de la atonía global, tiene desconcertados a los economistas. Nouriel Roubini lo denominó "el enigma de la productividad".

En EE UU la productividad crece a tasas del 0,4% anual, según el FMI, cuando antes de la crisis lo hacía al 1,7%. La situación es similar en otras áreas. En Europa es aún más acusado. La presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, dijo en junio que "el lento crecimiento de la productividad observada en estos años continuará en el futuro".

Este factor es decisivo porque es la productividad la que determina el potencial de crecimiento a largo plazo. El PIB crece por un aumento de los factores de producción (capital y trabajo) o por un uso más eficiente de ellos (productividad), pero sólo este último hace sostenibles los dos primeros, que estarían condenados, en caso contrario, a los rendimientos decrecientes.

Roubini alerta por ello de los riesgos políticos y sociales adicionales, amén de económicos, que conlleva la baja productividad en la medida en que su persistencia comprometería la mejora de los salarios y del nivel de vida de gran parte de la población.

En la economía colisionan dos visiones contrapuestas. Una teoría aduce que las fluctuaciones de la tasa de crecimiento de la productividad total de los factores de producción son las que determinan el ciclo económico (fases alcistas seguida por periodos de crisis) mientras que la tesis antagónica y más aceptada postula que es el ciclo económico el que condiciona la productividad, de modo que la merma de los rendimientos del capital y el trabajo no es la causa sino la consecuencia de las recesiones.

El FMI alertó hace un año del círculo vicioso en el que se podría estar incurriendo: el escaso crecimiento de la productividad estaría reflejando una caída del crecimiento potencial del PIB a largo plazo en todas las economías; esto estaría induciendo, junto con una demanda insuficiente, a desalentar la inversión; la baja inversión daña a su vez la productividad, lo que retroalimenta el proceso; y al mismo tiempo, y en virtud de las expectativas racionales y otras causas, el lento crecimiento potencial también reduce ­la demanda, lo que aún desincentiva más la inversión.

Algunos factores que integran las llamadas fuerzas globales desinflacionarias (envejecimiento, precariedad laboral, empleo de baja calidad, devaluaciones internas y otras) también pueden estar contribuyendo a debilitar la productividad.

Tecnología

Algunos analistas ligan el escaso crecimiento de la productividad con un supuesto estancamiento de los efectos dinamizadores de la tecnología. Hace unas semanas, el director general de Boston Consulting Group, Hal Sirkin, rechazó esa visión y predijo una reactivación manufacturera y fabril: "El lento crecimiento de la productividad", sostuvo, "es lo que ocurre cuando tienes un crecimiento de la economía del 1%".

Frente a esta visión existe una corriente, tildada de "tecnoescéptica", y de la que el economista Robert Gordon es el gran abanderado, que sostiene que la nueva revolución industrial en ciernes, ligada a la robotización, la automatización y la digitalización, y que se da por hecho que va a modificar de forma radical el mundo, la economía, el trabajo y la vida de los ciudadanos, incorpora una menor dosis de impulso y aportación al crecimiento económico que las anteriores fases industrializadoras, vinculadas a las revoluciones de la máquina de vapor, la electricidad y la informática.

Pero para los detractores de esta opinión todas las innovaciones tecnológicas precedentes tardaron en desplegar sus efectos y su potencial transformador sobre la economía y creen que no tiene por qué ser distinto ahora. En las anteriores revoluciones industriales el efecto sobre la productividad no se apreció hasta que la industria y el conjunto de la economía interiorizaron el nuevo paradigma y lo integraron plenamente, de modo que la estructuras productivas, la organización del trabajo, los sistemas de producción y hasta el diseño de los centros de trabajo se reordenaron de acuerdo con la lógica inherente al nuevo hallazgo. El caso de la energía eléctrica, estudiado por el historiador Paul David, evidencia que no fue suficiente su incorporación a los procesos de fabricación y que su verdadero impacto sobre los rendimientos y la productividad sólo se produjo cuando todos los demás factores fueron revisados y reorganizados de acuerdo con los nuevos parámetros y las posibilidades de mayor versatilidad que entrañó la sustitución de la máquina de vapor. La productividad disminuyó incluso mientras esa reestructuración no se completó.

En la nueva era que se anuncia ocurrirá lo mismo, argumentan estos analistas, y esto llevará algún tiempo. Uno de estos "tecno-optimistas" es Christophe Donay, director de análisis económico de Pictet Wealth Management, quien sostiene que la suma de internet, tecnologías de la información, procesos de datos, automatización, ciencias de la vida y nuevos materiales están gestando "un 'shock' de innovación positivo que está a punto de ocurrir" y que "se extenderá por toda la economía ", afirma, "aportando un impulso duradero al crecimiento".

Esto no evitará que el cambio sea doloroso porque dejará ganadores y perdedores, y porque antes incluso de que surjan y se consoliden todas las nuevas formas de empleo y de actividad, muchas ocupaciones y oficios desaparecerán, de acuerdo con una constante histórica de renovación, crisis y avance que el economista Josep Schumpeter definió como "destrucción creadora".

Capital

Se da por seguro en todo caso que las nuevas tecnologías reducirán el stock de capital necesario para producir. Google, se argumenta, precisa menos máquinas, factorías y personal que General Motors. Lo mismo el comercio y la banca on line. La nueva economía digital requerirá un uso menos intensivo del capital que la economía tradicional. Y, en la medida en que la nueva economía imponga su hegemonía y acapare un mayor espacio en la actividad mundial, la consecuencia será una nueva fuente de exceso de ahorro, lo que, junto con el abaratamiento de los procesos productivos que se presume que va a producirse con la era de la digitalización, entrañará un rearme de la tendencia desinflacionaria que subyace en lo que se ha dado en llamar el estancamiento secular. También cabe esperar un mayor desplazamiento de recursos -como ya viene ocurriendo- de la inversión productiva hacia el mercado de activos financieros, con el mayor riesgo de "burbujas". Todo esto obligará quizá a añadir nuevas misiones a los bancos centrales.

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