El turismo es una industria contaminante, perdón por la redundancia. La imagen de un nativo señalando con detalle una dirección a una pareja de extranjeros no tiene nada que ver con el amontonamiento de quince turistas por habitante en una región como Baleares, y en un periodo de apenas seis meses. La comunidad recibe a dos de cada cien de los viajes de vacaciones planetarios, decenas de miles de veces por encima de su peso territorial. Se tramita un Dunkerque diario ante la estupefacción de los residentes. Congestión es un término insuficiente para describir el colapso.

El milagro del turismo no radica en las cifras millonarias de visitantes, sino en camuflar una actividad económica con un impacto brutal bajo la imagen de un desinteresado intercambio social, en el que debe participar alegre y gratuitamente el resto de la población. No se obligaba a sonreír a los habitantes de zonas próximas a unos altos hornos, la participación en la actividad productiva exige una remuneración.

La poesía no le cuadra al turismo actual, más próximo a la ganadería intensiva que a un pretencioso intercambio cultural. Basta repasar los foros y el lenguaje de la industria, idéntico a los términos técnicos utilizados en la producción de electrodomésticos. La pretensión solidaria, en todo excepto en el reparto de beneficios, sirve de antecedente a las redes sociales que disfrazan sus negocios de homenajes a la amistad.

La tergiversación del turismo como una actividad fraternal ha permitido aplicarle criterios de producción infinita. Toda propuesta de limitación se reviste de insulto intolerable a otros seres humanos. La turismofobia supera ya en virulencia a la xenofobia legitimada por gobernantes como Donald Trump. De ahí que la protesta contra la explotación excesiva bordee las acusaciones de terrorismo. Las actividades fabriles clásicas se trasladaron a polígonos periurbanos, para garantizar la convivencia en las áreas residenciales. En cambio, las zonas turísticas españolas son inmensas plantas industriales, donde los residentes adquieren el rango de estorbo indeseable.

El vecino ha perdido sus derechos, cuando en teoría aporta el sustrato de la actividad turística. Ni siquiera basta con la resignación flemática, se le exige un entusiasmo norcoreano hacia la pérdida absoluta de identidad de su entorno. Se le reprocha que cuestione una actividad que le reporta un discutible beneficio económico, porque las comunidades españolas con mayor número de visitantes extranjeros no dominan el escalafón de la riqueza.

El curioso silogismo de que en las regiones turísticas no se puede criticar el turismo, obligaría a los países productores de automóviles a permanecer impávidos ante los atascos de tráfico. El chantaje de que la denuncia de los excesos de la industria turística son en realidad un insulto a los turistas, equivale a que la oposición a una central nuclear se dirige en realidad contra los usuarios de la electricidad que genere.

El ciudadano que no encuentra un taxi porque todos los vehículos con licencia están recogiendo a turistas en el aeropuerto, tiene derecho a protestar. En ese momento, o cuando apenas si puede circular por las calles de su pequeña ciudad, costará convencerle de las virtudes celestiales del turismo. Nadie en su sano juicio pretende erradicar la industria de los extranjeros, pero poner freno a su disparatado crecimiento en determinadas zonas no solo es una iniciativa de autodefensa, sino tal vez la única postura racional.

La experiencia previa demuestra que cualquier lugar es susceptible de ser convertido en un enclave turístico, verbigracia la prisión de Alcatraz. Conviene por tanto repasar las fases en la relación de la población autóctona con un número creciente de invasores. Se empieza viviendo con el turismo, cuando las proporciones son adecuadas y miscibles. Los visitantes son aquí una fuente indiscutible de riqueza económica y cultural. A continuación se vive del turismo, inaugurando una dependencia que desembocará en la saturación si no se controla. En el punto de desborde irreversible, se pasa a vivir para el turismo. Es la fase en que se hallan las zonas españolas con mayor número de visitantes. El residente se convierte en indeseable. La inevitable reacción lleva a vivir contra el turismo, por un instinto de supervivencia ciudadana. La sobreexplotación no es diferente a la experimentada en la industria pesquera, con la diferencia de que hay seres humanos que no se resignan a ser atunes. Por desgracia, sin crisis no hay marcha atrás industrial.