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Recesión Diez años de la burbuja inmobiliaria

La crisis que termina casi como empezó

La recesión, cuyos primeros indicios comenzaron hace un decenio, ha dado paso al crecimiento moderado pero persisten muchos de los desequilibrios y anomalías que entonces sembraron el caos

La crisis que termina casi como empezó

Diez años después de la quiebra en 2007 de dos fondos gestionados por el banco de inversión estadounidense Bear Stearns, que sirvió de detonante y primer aviso de lo que en 2008 se transformó en la mayor crisis financiera internacional desde los años treinta, la economía ha recobrado el crecimiento (aunque sigue siendo moderado), se crea empleo y el comercio internacional parece recuperar poco a poco el pulso perdido.

Pero los efectos destructivos y devastadores de la Gran Recesión y las secuelas del sufrimiento y la penuria persisten. Y no sólo en la economía. Las ondas expansivas del desplome que empezó a manifestarse en junio de 2007 y que colapsó en septiembre de 2008 prolongan su efecto con cambios sociales y políticos, el ascenso de los extremismos y los populismos, la polarización ideológica a resultas de la gran erosión sufrida por las clases medias y la desigualdad creciente, y los sentimientos de desafección. Estas disidencias emanan de la quiebra de la promesa implícita de prosperidad para todos que inspiró la larga etapa de auge que desembocó en el estallido de la burbuja y nacen también de la merma de la percepción de seguridad, dañada por la crisis y por las políticas de austeridad aplicadas, aunque el estado de bienestar siguió actuando, lo que determinó, junto con los estabilizadores automáticos de la economía, el ascenso de los déficits públicos.

Un decenio después de que se disipara el sueño de la bonanza, los indicadores económicos reflejan una tendencia generalizada a la recuperación gradual, aunque persisten incógnitas y riesgos, y existen muchas incertidumbres sobre la robustez del proceso de salida de la crisis, que, en todo caso, aún tardará mucho tiempo en reparar los daños psicólogos en el colectivo social y el impacto severo causado en los damnificados del desastre por la fortísima depauperación infligida.

Confianza prudente

El tono de los informes de los organismos internacionales ha virado en los últimos meses desde la cautela extrema, que aún persistía el año pasado, a la confianza prudente, aunque se orilla que el dinamismo -que por vez primera es simultáneo en países avanzados y emergentes- está apuntalado por las inauditas condiciones monetarias, con la mayor operación jamás realizada -y que aún persiste- de estímulo masivo e intervención de la economía por los mayores bancos centrales del planeta. Aun con esa apoyatura excepcional, se atisba, al fin, que este año el crecimiento mundial podría cumplir las expectativas tras varios ejercicios en los que el PIB global, aunque en la senda positiva, no alcanzó las tasas esperadas.

Cumpliendo el aserto de que las crisis financieras precisan diez años para ser enjugadas (se confirma la temida década perdida), la economía, aún vacilante y convaleciente, tantea ahora los derroteros por los que transitará en el próximo ciclo.

Muchos de los desajustes, excesos y riesgos cuya acumulación causó el desmoronamiento persisten sin haber sido corregidos y esto entraña graves desafíos en la búsqueda de una pauta de crecimiento y un patrón de conducta que restañen las heridas, asienten unas bases más sólidas y justas para la prosperidad y aseguren un proceso de avance más solvente que el modelo que periclitó hace un decenio y cuyo resquebrajamiento en 2007 y crac en 2008 demostraron errado.

Es en este sentido en el que puede decirse -salvadas las diferencias de contexto respecto al desconcierto y las funestas horas de diez años atrás- que la crisis acaba casi como empezó: con la persistencia de fallas, fracturas, anomalías y lastres similares, cuando no mayores, y con los mismos o parecidos fundamentos. Ni tan siquiera ha cambiado el relato que da soporte doctrinal al orden económico establecido.

Sin corrección

Los grandes desequilibrios internacionales entre países con enormes déficits externos y economías con gran capacidad de ahorro y magnos superávits, que están en el origen profundo del desastre, no se han atenuado. Y los pocos intentos que se han verbalizado para atajarlos se plantean en los rudos términos de un proteccionismo que, como demostró la Gran Depresión en los años treinta, puede ser más letal que el mal que trata de extirpar.

Los bajos tipos de interés que se prolongaron durante demasiado tiempo y que incendiaron la pradera con el dinero fácil y el crédito barato en la época del optimismo rutilante, hasta abocar al mundo avanzado a una espiral de deuda, persisten hoy como una gigantesca oleada de liquidez masiva e ínfimas tasas de interés aún más anómalas y sin precedentes que entonces.

La inflación (incluida la subyacente, no afectada por los vaivenes del petróleo) sigue oculta y ausente, y no responde -salvo de forma muy amortiguada- a los estímulos gigantescos de las autoridades monetarias. La curva de Phillips, que liga el empleo y la inflación, está desactivada, como lo estuvo en el largo periodo de crecimiento, cuando altas tasas de dinamismo no se acompañaron de índices elevados en los precios. Fue lo que dio en llamarse la Gran Moderación.

Ahora esta aparente anomalía se atribuye a la pervivencia de una holgura productiva que no acaba de restañarse, a disfunciones entre los crecimientos real y potencial, al dislate de tipos de interés de equilibrio sólo alcanzables si las tasas reales fuesen negativas, a la infrautilización del factor trabajo pese al descenso del paro y a otras hipótesis.

La combinación de crecimiento y creación de empleo sin tensiones inflacionarias y con tipos de interés muy bajos emite señales equívocas e información errónea: incentiva la asunción de riesgo por los inversores y despista a los reguladores y banqueros centrales con una ausencia de recalentamiento mientras, al amparo de esa aparente estabilidad, se forjan burbujas explosivas.

Nuevas burbujas

Así ocurrió hasta 2007-2008 y así podría estar produciéndose ahora de manera al menos tentativa. Hay una discusión abierta sobre si estamos o no en presencia de burbujas nacientes. Parece que aún no ocurre en el mercado inmobiliario, pese al repunte de sus precios; hay una gran controversia e indicadores discrepantes sobre si ya existe en las bolsas de algunos países y apenas hay dudas sobre su materialización en la renta fija, en la que los grandes compradores (los bancos emisores) están convirtiendo los activos de renta fija (percibidos como seguros y conservadores) en el mayor foco de riesgo por su sobrevaloración fantástica a resultas de su acaparamiento por estos compradores gigantescos (de ahí que la expansión monetaria deba ser desmantelada de forma muy gradual y lenta para evitar el derrumbe del mercado) al tiempo que las instituciones monetarias atesoran en sus balances concentraciones descomunales de débitos públicos y privados con los que han practicado la alquimia: convertir riesgos en dinero.

La colosal deuda mundial que arruinó a la economía no decreció, sino que ha aumentado desde 2007 porque a la brutal deuda privada de entonces (que sigue siendo elevadísima, aunque se haya atenuado) se ha sumado el desbocado ascenso de la sobe-rana por los efectos de la crisis, que dispararon el gasto públi- co y hundieron los ingresos tributarios.

La expansión monetaria no ha neutralizado la bomba de relojería de una deuda mundial (pública y privada) que asciende a 199 billones de dólares (286% del PIB global). Simplemente la ha aparcado. Esos enormes compromisos de pago, agrandados desde 2007, aguardan impertérritos a que se afronten. Muchos creen que sólo se podrán digerir con quitas y condonaciones.

La competitividad basada en bajos salarios (mileurismo) comenzó en el periodo de la euforia y esto se agudizó durante la crisis con la instauración de modelos de relaciones laborales basados en la contratación precaria, temporal, a tiempo parcial y con salarios aún más nimios, lo que ha agrandado la brecha de riqueza (con el consiguiente arraigo del descontento y la desafección), fomenta la búsqueda de nuevas opciones políticas, dificulta las mejoras de la productividad, daña las expectativas de inflación y acrecienta el peso de las deudas.

La sobredimensión y excesos bancarios, que estuvieron en el origen de la crisis, han sido encauzados, pero sólo de modo parcial. Europa aún vivió esta primavera cuatro crisis de bancos (Popular, Monte dei Paschi, Veneto Banca y Banca Popolare di Vicenza) y el conjunto del sector acumula en la eurozona un volumen de 921.000 millones en préstamos problemáticos. China, la segunda potencia mundial, abriga graves incógnitas y una de ellas es el elevadísimo riesgo asumido tanto por su sistema bancario formal como por su banca en la sombra.

El fantasma de Trump

Muchas áreas económicas y el Banco Internacional de Pagos de Basilea han avanzado en la regulación del sistema financiero y han endurecido las condiciones de su operatoria, pero todo ello está de nuevo en riesgo con el retorno por la Administra- ción Trump en Estados Unidos a la lógica de la desregulación, una doctrina que se impuso a partir de 1980 y que, tras la supresión de las últimas restricciones en 1999, creó las condiciones que dieron origen al caos de 2007-2008.

La alerta del FMI en abril por la que el fin de la regulación (con la supresión de normas como la ley Dodd Frank, que data de 2008) "puede poner en peligro la estabilidad financiera mundial y suscitar el riesgo de costosas crisis financieras en el futuro" no ha detenido por ahora las intenciones del presidente norteameri-cano. Una liberalización plena de la banca estadounidense crearía asimetrías y desventajas competitivas respecto al sector financiero de otros países, por lo que ejercería una presión sobre el resto de reguladores, y en todo caso la interconexión planetaria desarmaría probablemente cualquier intento de cortafuego en caso de una inestabilidad bancaria futura en la primera economía del mundo.

La eurozona, que fue el escenario de la crisis soberana, ha suturado algunos desajustes y ha hecho progresos en la mejora de su arquitectura institucional, pero está muy lejos de haber superado todas sus vulnerabilidades mientras la Unión Europea vive nuevas fracturas que hace una década no se intuían. El euro aún no está plenamente asegurado y el proyecto europeo tiene desafíos abiertos.

La crisis de 1929 y la doble de 1973 y 1979 cambiaron la visión del mundo y las doctrinas económicas imperantes. Esto no ha ocurrido entre 2007 y 2017. No se han revisado los fundamentos teóricos ni se atisban nuevos modelos interpretativos. También en este sentido la crisis acaba como empezó.

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