Con el Auditorio colmado y la asistencia de los presidentes autonómico, insular y municipal, comenzó en Las Palmas de Gran Canaria la edición vigesimoctava del Festival, plausiblemente salvada de la quema y dignamente programada en tiempos de "drásticas rebajas". El caluroso testimonio del público habla por sí solo de un arraigo sociocultural cuya interrupción, aún limitada, seria injustificable.

La Orquesta Sinfónica de Bamberg, vieja amiga de las Islas, ha vuelto con todo su velamen y valores privativos: excelente nivel técnico, sonoridad directa y sincera -más "francona" que bávara- y maleabilidad a la batuta. Por algo es, año tras año, la espina dorsal del colectivo legendario que reúnen los festivales wagnerianos de Bayreuth, donde podríamos ver, si el foso no fuera invisible, a muchos de los instrumentistas que han tocado en el Alfredo Kraus. El joven director británico Jonathan Nott, que escala rápidamente en el ranking de los elegidos, modeló con autoridad notoria y criterios muy personales su propio pensamiento de las obras interpretadas, no siempre afín al estilo más ampliamente instalado.

Por ejemplo, su lectura de la Séptima Sinfonía, de Dvorak, sorprendió bastante por la dramatización de casi todos los temas y desarrollos, incluidos los del célebre vals del scherzo. La pauta habitual es lírica, incluso amable en determinados pasajes, con envolturas más elegantes que trágicas. Nott apela a los acentos trascendentes, los perfiles exclamativos, la dureza de la expresión y el peso quizá excesivo del conjunto de contrabajos, metales y timbal, que subrayan de continuo la diferencia de una subjetividad inquietante y sombría. Sin obviar mi gusto por una interpretación más relajada y serena, reconozco que el director y la orquesta han realizado impecablemente una opción "grandiosa", descubridora de otra de las vertientes implícitas en la partitura. La personalidad rectora y las capacidades del conjunto avalan la apuesta sin caer en efectismos ni gratuidades. Nunca es odioso comparar con voluntad informativa y por ello sugiero que esta Séptima estuvo en los antípodas de la ofrecida hace pocos años por Rattle y los filarmónicos berlineses. Pero gustó mucho, a juzgar por las ovaciones y bravos que la premiaron.

La primera parte, mozartiana, no fue menos divergente de los cánones acostumbrados. El recio carácter de la Franconia alemana, constelada de pequeñas y preciosas ciudades con una vida musical extraordinaria, se dejó oír desde la obertura de Cosi fan tutte, un tanto sumaria y relativamente mimada por la sonoridad. Los magníficos juegos de flautas y fagotes lucieron muy alto nivel.

En el Concierto para piano num. 23, uno de los geniales de la última etapa de premonición del espíritu romántico, fue patente la diferencia conceptual entre batuta y solista, marcando aquella un estilo cuadrado y enterizo, acaso pasado de volumen, mientras que el pianista Jinsang Lee centraba su discurso en el mezzoforte, la fluidez de la articulación y el discreto calado que busca el perlé de la marca y frasea moderadamente. Es una aproximación siempre válida al espíritu mozartiano, a condición de la plena avenencia con la sonoridad y el fraseo orquestales. El pianista tuvo su mejor momento en el adagio intimista y doliente, una pieza maestra que se sobrepone a todas las normas académicas. Pero el debutante Nott nos dejó expectantes de otras interpretaciones.