Dedicar una sola línea a una película como Two years at the sea, que compite en la sección oficial del festival, es perder un tiempo y un espacio preciosos. Si ya habíamos visto algunas películas infladas en su metraje de forma innecesaria en esta sección, la del británico Ben Rivers llega al paroxismo. No es que no ocurra casi nada, es que aquí no ocurre nada de nada, y el espectador tiene que soportar, durante 86 minutos, y sin un solo diálogo, cómo un señor, con aspecto de ermitaño y desaliñado, se levanta, pesca, se acuesta, se hace la comida, mira al cielo, arregla la puerta de su choza, camina por el campo, observa el lago diez minutos (sí, como lo oyen), se tumba en la hierba, se vuelve a levantar, etc., etc.

Ante la perplejidad de lo que ocurre, uno espera que llegue un momento de sorpresa y que haya un giro argumental en plan Andréi Tarkovski que justifique lo que ha soportado. Pero no llega y los estoicos espectadores que aguantan hasta el final (el goteo de deserciones fue constante) se plantean si realmente a cualquier cosa ya se le puede llamar cine.