Las dudas vitales de tres adolescentes quinceañeros, Camilo, Belén y Aníbal, en vísperas de sus vacaciones escolares, y la angustia que cada cual vive y asume a su manera, son el esqueleto con el que el realizador chileno Ricardo Marín dio cuerpo a Zoológico, la película que cerró ayer viernes la sección oficial del 13º Festival de Cine. Tres historias marcadas por el desarraigo familiar, de hijos rebeldes por la separación de sus padres, y que no encuentran respuestas a esa efervescencia hormonal que no todo el mundo la asume como un proceso hacia la madurez, y en la que por salud mental o física hay que tomárselo de la mejor manera posible.

Aquí no hay traumas médicos, ni cuadros depresivos fruto de los vacíos de memoria o la soledad que llega en cierta etapa de la vida. En verdad, poco hay que subrayar de la impronta fílmica de Marín. Una película que no acaba en suicidio de sus protagonistas -poco le falta a alguno de ellos-, pero que en ese afán del realizador y del festival, de buscar historias personales, de dejar que la cámara sea la que hable, resulta hueca y falta de todo lo que se presume para figurar entre las aspirantes al premio del jurado.

Son los riesgos de un cine joven que en su afán de hacer de lo mínimo algo grande, se enreda en un discurso que provoca la indiferencia en quien lo descubre.