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Opinión

La entrañable apañada majorera

La acertada petición del Presidente del Cabildo de Fuerteventura a la UE, para que reconozca al ganado de costa de la isla, me ha removido en la memoria algunos recuerdos de aquellos años

Cabras pastan en Fuerteventura. G. FUSELLI

La lectura de la noticia en LA PROVINCIA de la acertada petición del Presidente del Cabildo de Fuerteventura a la UE, para que reconozca al ganado de costa de la isla, me ha removido en la memoria algunos recuerdos de aquellos años (1968-1975) que, desde la Caja Insular de Ahorros tratábamos de colaborar con la administración central y con las Mancomunidad de Cabildos de Las Palmas, en sacar a la isla de Fuerteventura de la miseria y de la pobreza en la que estaba inmersa.

El pesimismo, en cuanto a cuál era la vía para solucionarlas, estaba muy generalizado. En alguno de aquellos Planes de Desarrollo para Canarias, a imitación de los planes quinquenales soviéticos, que elaboraba voluntariosamente el Gobierno desde Madrid, figuraba una inversión millonaria, sin especificar en qué debería consistir la inversión, para Fuerteventura. En mi condición de presidente de la comisión de financiación para la que me habían designado lo comenté, con evidente optimismo. Antonio Miranda Junco, un reputado inspector de Hacienda, conocedor de la realidad de Fuerteventura que estaba en la comisión, me desalentó fulminantemente cuando me dijo: la mejor inversión que puede hacer el Estado en Fuerteventura es dividir la cantidad destinada por el Plan, entre sus habitantes (entonces 18.000, hoy más de 100.000), y con lo que les toque a cada uno, se vengan a vivir a Las Palmas o a Tenerife. Esta opinión la terminaron por compartir todos los presentes. Alguien más nos recordó, que los majoreros más resignados con su triste situación, autodenominaban a la isla con el nombre de "Fuertedesgracia".

En aquellos años previos al "boom" turístico, que lanzó a la isla a su actual prosperidad, mis visitas a Fuerteventura, con motivo de mi trabajo eran frecuentes, lo que me permitió relacionarme con algunas personas significativas en la sociedad majorera, lo que me significó conocer de primera mano sus escasos recursos y sus muchas carencias que, como es natural, influyeron en mis decisiones como director de la Caja Insular de Ahorros de Gran Canaria, para, tratar de ayudarles.

Don Manuel Medina Berriel, director de la sucursal de la Caja en Puerto del Rosario, que había sido delegado del Gobierno en isla unos años antes, un caballero en el más amplio sentido de la palabra, de esta clase de personajes que suelen darse en lugares pequeños, aislados de las grandes ciudades, que como las frutas de secano, son más sabrosas que las de regadío. Algo parecido me había ocurrido antes, con algún entrañable personaje que había conocido en la desolada Villa de Teguise de los años 50. Don Manuel era de la saga de los Castañeyra que habían acogido a don Miguel de Unamuno en los 20, y era mi principal informante sobre lo que acontecía en la isla. Como también lo fueron los hermanos Ramírez González, oriundos de Haría de Lanzarote, pero avecindados en Gran Tarajal, como unos importantes comerciantes.

En Fuerteventura volví a encontrarme como profesor del instituto de enseñanza media a Paco Navarro Artiles, alcalde de La Oliva, que habíamos estudiado juntos todo el bachillerato en el Colegio Viera y Clavijo y a Pedro Morales, Secretario de Ayuntamientos, padre del actual presidente del Cabildo, con el que había compartido reválida en el mismo colegio.

Al final de aquel período, entablé una buena e íntima amistad con Cristóbal Franquis hasta su prematuro fallecimiento, cuyos méritos como pionero en la actividad turística le han sido reconocidos por el Cabildo de la isla. Cristóbal, era un hombre de a pie, con una excepcional inteligencia natural, perfecto conocedor de la idiosincrasia de sus paisanos, trabajador nato, logró labrarse por sí mismo un buen porvenir. Él fue quien primero me habló de la apañada, cuyas consecuencias prácticas, es decir el reagrupamiento en un solo día de duro trabajo, de un ganado disperso por valles y montañas, en un corral, en donde el ganadero identifica las cabras que son de su propiedad y que el Cabildo trata sea reconocido, este ganado de naturaleza tan especial, por la UE.

Me explicaba Cristóbal, que el origen de la existencia de este ganado disperso por aquellos valles, lo provocaba los propios ganaderos, que periódicamente expulsaban de sus corrales, las cabras que no podían alimentar, y que las dejaban abandonadas a su suerte, para que cada una "se buscaran la vida lo mejor que pudieran". Que era tal la capacidad de subsistencia que tiene estos animales, que a pesar de la pobreza y aridez del terreno, inexplicablemente, no solo lograban subsistir sino procrear a sus propios hijastros en condiciones óptimas

La recuperación de este ganado que se ha criado solo, es un buen negocio para el ganadero sobre todo por las crías que les acompañaban, sanas, perfectamente alimentados solo con la lecha de sus madres, aunque estas estuvieran escuálidas por la miserable comida que milagrosamente lograban conseguir. Seguramente la enorme vitalidad de estos cabritos o baifos, en nuestra terminología, criados a la intemperie más cruda, sea la base o la razón de ser de la espléndida raza de cabras majoreras.

La identificación del ganado adulto es fácil de realizar, pues cuando el ganadero las abandona, ya van debidamente marcadas de la forma tradicional. Lo que es enternecedor es la identificación de sus crías. Cuando las encierran de nuevo en el corral, cada una se va con su respectiva madre.

Paco Navarro Artiles realizó, durante su estancia en Fuerteventura, un profundo estudio sobre las marcas, por cortes, en las orejas y en el hocico de cada animal. Me explicaba, entusiasmado, que cada ganadero tenía su propia marca y que él había logrado identificar más de 400. Y que el ingenio de los ganaderos para crear su propia marca era extraordinario. Estas marcas estaban registradas en cada Ayuntamiento, aunque ya en su época muchos de estos registros se habían perdido. Seguramente sería interesante, que el Cabildo acompañara a la documentación que ha de enviar a la UE, una referencia a estos trabajos de Paco Navarro.

Esta necesidad de identificar a unos animalitos de tan bajo porte, para preservar la propiedad, era consecuencia, seguramente, del extraordinario valor que debían de tener en una isla tan escasa en otros recursos materiales.

Por otra parte, Cristóbal Franquis me contaba, que su padre, en los primeros años del pasado siglo, negociaba con la cal viva que producían los hornos de Caleta Fuste, vendiéndola en Las Palmas a donde la enviaba en barcos veleros. Para conseguir que los barcos retornaran, tenían que trasbordar alguna mercancía que les aseguraran unos fletes, y la única mercancía, que a su vez podía vender en Fuerteventura, eran cabras. De manera, me aseguraba Cristobal firmemente, la entonces famosa ya cabra majorera, tan extraordinaria que por la falta de pastos, se alimentaba con hojas de periódicos, decíamos desde Las Palmas, era un mestizaje entre la aborigen de la isla y la importada de Gran Canaria.

En aquellos años, el Consejo Directivo de la Caja Insular de Ahorros trataba de hacer llegar a Fuerteventura los beneficios evidentes de su gestión social, de la que ya estaban disfrutando la propia Gran Canaria y Lanzarote, pero era tal la atonía general de isla, que era imposible encontrar algo que pudiera ser adecuado, naturalmente, a la capacidad financiera de la Caja. Algo se había hecho, pero nos parecía insuficiente. Se habían construido30 viviendas sociales, con grandes dudas sobre si lograríamos venderlas, aunque al final se consiguió colocarlas. Por cierto, estas viviendas, de sociales tenían solo el nombre. Hoy, siguen siendo unos de los mejores edificios de Puerto del Rosario.

Fue entonces cuando se nos ocurrió lo que parecía una evidencia. Si la única singularidad productiva que tenía entonces la isla, era la explotación de su ganadería caprina, el mejor servicio que les podíamos prestar, era ayudarles a mejorar la calidad de su ganadería.

A esto efectos me entrevisté con Rafael Romero, Ingeniero Jefe de la Delegación de Agricultura y Ganadería en la provincia de Las Palmas a quien le pareció muy buena ocurrencia de nuestra parte. Inmediatamente le aseguré que no habría problema para el traslado de los sementales o de los ejemplares preñadas que hicieran falta,. Ya teníamos experiencia en esto. En aquellas fechas acabábamos de fletar un barco para importar dos mil terneras frisonas desde el Canadá para los ganaderos de Gran Canaria. Con más razón lo haríamos con los ganaderos de Fuerteventura. Fletaríamos un avión chárter para importarlas desde Arabia, Egipto Palestina o Israel, o desde China si fuera necesario, pues un barco era demasiado para esta operación. Fuerteventura se lo merecía.

Rafael me escuchaba con la máxima atención y me animaba a que continuara con mi entusiasta exposición. No me percaté entonces, de la suave ironía con que me lo decía.

Cuando terminé mi larga perorata, le pregunté impaciente en qué lugar se encontraba la mejor raza de cabras del mundo.

Ante mi natural sorpresa, me contesto impasible: "Sin la menor duda, en Fuerteventura".

Medio avergonzado con mi ignorancia ganadera, le di las gracias por la paciencia con que me había escuchado. Ahora si caí en la cuenta de su pasajera ironía.

Me consuela conocer ahora, después de tantos años, que por alguna de sus características, aun sigue siendo la cabra majorera la mejor del mundo, gracias, posiblemente, por haber experimentado en sus carnes la entrañable apañada majorera.

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