Centro Insular de Cultura, Centro Atlántico de Arte Moderno, Centro Insular de Deportes, Teatro Cuyás. Todos estos equipamientos debe Las Palmas de Gran Canaria a Carmelo Artiles como presidente del Cabildo. Ese estado de obras, primordialmente culturales, podría reflejar la tenacidad fundadora de unos años que, por desgracia, no tuvieron igual en las legislaturas posteriores.

Carmelo era feliz en su rincón familiar de Arguineguín, pero en el ejercicio del cargo derrochó creatividad y energía. Bajo su carcasa de humildad, sin dárselas de nada y con la risa un poco sesgada de la socarronería rural -un punto curil-, el presidente impuso su autoridad para realizar infraestructuras necesarias en la ciudad y la isla. Su apoyo incondicional a la Universidad plena de Las Palmas de Gran Canaria también fue bandera movilizadora, frente a un amplio sector de la izquierda que fingía creer en los pajaritos preñados de la regionalización de La Laguna.

Cuando Carmelo miraba de lado y se frotaba las manos, retorciéndolas al ritmo de la risa incontenible, era de mucho respeto. Había que seguir con la mayor concentración la línea de sus argumentos, siempre elaborados, para evitar que nos envolviera en sutilezas para ubicarnos en su campo como quien no quiere la cosa. Preparado, culto y lector incansable, Artiles cultivaba con astucia el jardín de los orígenes humildes y la vida de servicio sin ambiciones personales. En realidad pasaba de retóricas y opulencias, de gestos huecos y presuntas grandezas. Seguro de sí mismo aunque aparentemente tímido, iba al grano y lograba la confianza ajena haciéndose de menos en lo puramente superficial, mientras crecía el tallaje interior que afianzaba su voluntad de mando.

Llegó a tener mucho poder, aunque trataba de disimularlo. Sin menoscabo de la nueva estructura autonómica, hizo honor a la histórica centralidad insular de los cabildos, conservando en el grancanario las constantes de gobernación y fomento que nutrieron el honor y la vida de la Isla hasta que llegó la democracia. De firme espiritualidad y sólida ideología socialista, Carmelo Artiles fue, digámoslo ya, paradigma del hombre honesto. Muchos son los políticos que reanudan la vida civil sin un euro de más, pero él probablemente volvió con alguno de menos.

Su mal pagado ejercicio profesional fue totalizador, sin intrigas de comité ni nostalgias de moqueta o coche oficial. Tan drásticamente quiso trazar la divisoria que creó, tal vez sin quererlo, la ventosa de la exclusión. Y así se explica que quedase olvidado en pocos años, injustamente porque fue uno de los mejores presidentes democráticos del Cabildo.

Nuestra relación, siempre respetuosa y cordial, se hizo más intensa con la apertura del CAAM, en la que su gran colaborador Francisco Ramos Camejo tuvo parte protagonista. En los años fundacionales, el CAAM no era solamente el espacio re-creado en Vegueta, sino la propia idea de la fundación, concebida por Martin Chirino con ambición de internacionalidad. El triunfo de Artiles y Camejo, con la entusiasta colaboración de Hilda Mauricio, fue persuadir a Chirino de asumir la dirección del Centro, poniendo en obra su propia idea y proyectándola al mundo durante la década prodigiosa en que permaneció al frente. Chirino me honró con la invitación a formar parte de los consejos de administración y asesor del CAAM. En aquellas sesiones sentí muy cerca la palabra seria, la broma divertida, la fe cultural y la integridad humana de Carmelo Artiles, que a veces irritaba a Chirino con su gusto por la ambigüedad calculada y la amable ironía. Pero ambos se estimaban y respetaban, moderados por Camejo u otros consejeros y, sobre todo, convencidos de la gran obra cuya propagación mundial dependía de ambos. Aquella etapa memorable se cerró con las torpezas del siguiente gobierno insular y nunca volvió, ni de lejos, el nivel nacido de la leal colaboración del director y el presidente fundadores. Cuando podía culminar esa y otras muchas obras, un arreglo de votos le apeó de la presidencia insular. Hablar ahora de aquello es llorar...

Carmelo Artiles, intelectual y político con un cuarto de orgulloso campesino y otro de frustrado sacerdote, fue una de esas figuras que el rescatado sistema de libertades necesitaba para cambiar el alma del país y darle personalidad propia, dinámica privativa y velocidad de crucero. Fomentó su propio olvido, repito que injusto, pero es probable que hoy, cuando ya es memoria, le valoren muchos entre los mejores, dotado de una agudeza, un afán emprendedor y una perseverancia que ya parecen especies en extinción.

Pero la imagen de Carmelo en el poder será siempre ejemplar.