Hace 70 años se inauguró el Palacio Insular. En las décadas posteriores la construcción experimentaría nuevas reformas y cambios. Sin embargo, ninguna tan relevante y significativa en todos los órdenes como la obra que hoy se nos presenta. La remodelación del antiguo Palacio y la construcción de nuevas estancias y espacios produce cambios muy notables en la sede cabildicia. Permítanme que antes de comentar sus pormenores, empiece por señalar a quienes fueron los máximos responsables institucionales de tal proceso de restauración y ampliación. En primer término a Pedro Lezcano, presidente que encargó el proyecto. En segundo lugar a José Manuel Soria, como presidente que licitó las obras.

La corporación que presido ha ejecutado y culminado la tarea. A todos quiero expresar el debido reconocimiento. Más allá de las líneas de continuidad que existen entre el edificio original y el resultado de las actuales intervenciones, existe una circunstancia que establece para ambos casos una especie de común denominador. Viene dada aquella por la distancia que media entre la concepción de los proyectos y la factura de las obras. Aunque no sea excesivo el número de años, si que se dilata un tiempo suficiente en ambos casos para que lo que podríamos llamar corrientes dominantes de un momento determinado cuando se proyectan las obras pueden no estar en boga, o incluso, ser cuestionados cuando éstos se llevan a cabo.

El proyecto de Miguel Martín en el que también intervino su cuñado el alemán Richard Oppel, fue confeccionado entre 1929 y 1932. Sus bases racionalistas responden a los mejores exponentes que le vinculan a una clara influencia germana. El auge arquitectónico que se produjo en tiempos de la República de Weimar proporcionó una etapa creativa formidable en el arte occidental. Aquella innovación en la arquitectura fue decisiva para la edificación del siglo XX.

La sede del Cabildo construida desde los preceptos del racionalismo se convirtió en uno de los edificios más relevantes que se levantaron en España bajo tales parámetros. Sin embargo, entre dicha concepción formulada a inicios de los treinta y su inauguración final, en plena Dictadura, mediaron diferencias profundas. Estas dejarán su huella en las alteraciones que experimenta el proyecto original, visible en la paulatina deriva hacia gustos más concordantes con los del régimen que sustituyó al de la II República. Tal es el caso, por ejemplo, de la mixtura que entrelaza la lógica racional con el tipismo de lo isleño idealizado. Para la nueva etapa, también se produce cierta diacronía entre los fundamentos que sustentan el proyecto de Alejandro de la Sota y las tendencias más recientes. Entre aquellos inicios de los noventa y lo que domina en esta segunda década del siglo XXI se producen también cambios que además son ahora más acelerados que en tiempos anteriores. Cuando la obra de remodelación entró en su fase última, al colocar el panelado previsto para el viejo edificio, se suscitó en ciertos ámbitos una crítica de la que se hicieron eco distintos medios de comunicación. A la Presidencia llegaron escritos y llamadas de distintas entidades. En aquel momento decidimos sacar del almacén la maqueta original del proyecto que se había presentado algunos lustros atrás. Aún más, hicimos llegar a esas mismas entidades los escritos y las opiniones que años atrás salieron de ellas para valorar muy positivamente el proyecto de Alejandro de la Sota. La polémica quedó zanjada y, sin embargo, soy consciente de que las diferentes opiniones existen y, tal vez, se incrementen conforme pasen los años y nuevos supuestos vengan a dominar en las vanguardias futuras. Lejos de suponer un menosprecio a lo realizado, sería prueba de la mutación que marcó muchas veces a la historia del arte y de los estilos artísticos.

Junto a estos paralelismos de los momentos entre los que median setenta años, considero que estamos también ante una oportuna ocasión para resaltar la relevancia de una construcción que se ubica y singulariza entre las principales de Gran Canaria. Sucede así, como señalaba, desde hace siete décadas. La construcción de la sede cabildicia se planteó de forma efectiva a fines de los años veinte de la pasada centuria. El Cabildo ocupó otras ubicaciones siendo su primera localización la de un local prestado por el Ayuntamiento capitalino.

En el edificio municipal que se erige en la plaza de Santa Ana, se celebró la primera sesión constitutiva. Su salón de actos recogió el evento como refleja el cuadro que años después pintara sobre lienzo Gómez Bosch y que hoy preside la entrada al Salón de Plenos del Cabildo grancanario. En 1929 se encargó el proyecto del nuevo edificio a Miguel Martín. La realización del proyecto se dilató hasta el año 1932. En la ficha técnica de aquél, el arquitecto isleño explica que en un principio se le encargó que incluyera no sólo las dependencias cabildicias, sino las de la Delegación del Hacienda y las del Gobierno Civil. Recordemos que apenas dos años antes se había producido la división de la provincia y se hacía imperiosa la construcción de los edificios institucionales que eran propios de la recién estrenada administración provincial. Finalmente, se impuso el criterio de individualizar los locales y el proyecto de la calle Bravo Murillo se limitó a las estancias del Cabildo Insular.

Quisiera subrayar por mi parte unos pocos elementos que contribuyen a la mejor comprensión de la misma. El primero se desprende del propio objeto y destino del nuevo Palacio. Habría de ser, al tiempo, sede administrativa y representativa. Esta última finalidad otorgó a la obra, como en su día explicara el arquitecto Pérez Parrilla, una fuerte dosis de significación. De esta forma, al carácter funcional de los espacios, capaces de acoger una tarea administrativa que iría en paulatino incremento, se unió el hecho de ser un edificio notable, sede muy relevante entre las instituciones públicas. A este hecho vino a unírsele otro elemento no menos decisivo en el resultado final de nuestro Cabildo: su emplazamiento en una zona concreta de la trama urbana de la nueva capital provincial.

A diferencia de hoy, el lugar elegido era fronterizo y casi estaba en el borde urbano. En efecto, los espacios centrales tradicionales que se incluían en el antiguo perímetro de Vegueta y Triana no disponía de suelo idóneo para un nuevo edificio de estas características. En su día, un urbanista nos recordó que en el desenvolvimiento de nuestra ciudad, cabe distinguir la tendencia a ir colocando en antiguas periferias las sedes de las nuevas administraciones, conforme estas iban surgiendo y ante la imposibilidad de ubicarlas en los centros tradicionales.

Baste la mención a la sede del Gobierno Civil (hoy Delegación del Gobierno), a la Comandancia de Marina, colocadas en nuevas áreas de expansión. Y no digamos, las más recientes, referidas a organismos autonómicos, cuyas localizaciones escapan a toda lógica de idoneidad ya sea ésta radial o de agrupamiento de servicios públicos. Pero creo que la decisión que se adoptó para este nuevo emplazamiento del Cabildo, condicionó poderosamente el proyecto de su construcción, al igual que sucede con los fines a los que había de servir el edificio.