Hablar de desregulación en Canarias casi produce sonrojo, ya que hasta hace no muchos años la mayor parte del territorio regional se desarrollaba "de aquella manera" y en la periferia de las dos grandes ciudades, se construían cientos de viviendas sin el más mínimo respeto a los planes municipales. Y no solo las "urbanizaciones marginales", que se podía entender, sino los múltiples polígonos de viviendas construidos por el Estado, que estaban, paradójicamente, exentos de su cumplimiento. Una Ley de la Selva de la que se comenzó a salir solo cuando se inició la descentralización administrativa y comenzaron a promulgarse las primeras leyes canarias y los primeros planes generales redactados y aprobados por los canarios.

Autorregularnos. Lo que algunas décadas antes podía parecer una quimera, comenzaba a hacerse realidad. Autorregularnos, en términos urbanísticos significaba poder desarrollar leyes en atención a nuestra idiosincrasia, nuestra cultura territorial y nuestro paisaje. Algo que las leyes urbanísticas anteriores, entendidas siempre en términos estatales, habían lógicamente desatendido. Una nueva condición de la que surgieron tres campos de batalla, que, en materia urbanística, han estado en la base del sistema normativo canario: a) una ley del territorio propia, b) normas para proteger nuestros espacios naturales, y c) fórmulas legales para regular la urbanización de la principal fuente de riqueza de la región, es decir, la industria turística.

Un proceso de desarrollo institucional que abordaron con mayor o menor urgencia y celeridad el resto de las comunidades autónomas del Estado; más complejas y pormenorizadas, cuanto más recursos han poseído para llevarlas a cabo, con Cataluña y las regiones más prósperas del norte de España como constante referencia. Un proceso que ha exigido el montaje de una estructura burocrática y administrativa propia para poder desplegar toda sus potencialidades y que, no debería olvidarse, ha permitido el periodo de desarrollo urbanístico más rico y riguroso de la historia de esta región, en el que, curiosamente más se ha crecido y más nos hemos parecido a una comunidad del primer mundo.

Pero ahora pintan bastos. Asistimos atónitos a una depresión económica de caballo de la que somos solo parcialmente responsables. Canarias, una región con un bajo índice de productividad, debido no solo a la escasez de recursos propios, sino a su aislamiento geográfico y a un subdesarrollo cultural endémico, por tanto, una región dependiente, observa paralizada el resquebrajamiento de ese sistema del que depende. Una situación que genera desorientación, incertidumbre y desconfianza en el futuro. Y por tanto más dificultades para materializar la inversión, que en el caso del turismo se sitúa en el colmo de la dependencia. En resumen, un contexto de creciente pesimismo, idóneo para ser vampirizados por los engañosos atractivos de la desregulación.

Y puede que no sea difícil encontrar argumentos a su favor, puesto que la modernización urbanística de la administración regional, insular y municipal de Canarias, ha exigido un enorme esfuerzo, no solo legislativo, sino también infraestructural. Partiendo del Paleolítico, treinta años para contar con una cobertura urbanística homologable al resto de las regiones europeas, no pasan sin tener que superar alambradas, saltos sin paracaídas y disparos cruzados desde todos los ángulos. Y por tanto, cometiendo errores de crecimiento, así como desajustes de todo tipo: departamentos mal dimensionados, comisiones con una composición defectuosa, planeamiento de tramitación indefinida, encargos mal calculados,... Errores y desajustes que, efectivamente, retrasan, y retrasarán, las expectativas de inversión.

Aunque lo justo sería plantearse también el número de ventajas que este proceso ha supuesto para acercarnos a las comunidades desarrolladas en aspectos como el control de las densidades de edificación, la protección de la naturaleza, la rehabilitación del patrimonio, así como la obtención gratuita de suelo para la construcción de hospitales, colegios, calles, parques, plazas públicas,... ¿o es que no fue necesario echar mano del urbanismo para llevarlos a cabo? ¿Alguien piensa que esto último se ha podido realizar sin errores materiales o retrasos en los trámites? ¿De qué urbanismo nos queremos desembarazar?

Hoy en Canarias existen no solo declaraciones explícitas, sino sobrados síntomas materiales que nos advierten de que se está promoviendo un proceso de desregulación urbanística, del que sabemos su comienzo, porque lo estamos observando, pero difícilmente su final. Después de haber sufrido en carne propia los efectos nocivos de un periodo largo de expansión urbana desmesurada y consumo irracional de suelo, con la paralización, por su abuso, de un sector económico completo, el sector de la construcción, ¿qué es lo que se pretende obtener con una nueva desregulación, ahora "a la canaria"? ¿O es que no se ha calculado el costo (social y paisajístico) de modelos territorialmente insostenibles, como es el caso de la "urbanización dispersa"?

La desregulación, en contra de lo que se pueda suponer, no es ni de izquierdas ni de derechas, pero es profundamente antidemocrática, porque ataca los tres principios básicos, más arriba enunciados: la igualdad de oportunidades, la transparencia administrativa y la participación pública. Desregular en urbanismo es, por tanto, renunciar al control por parte de los ciudadanos de las iniciativas y los proyectos de transformación del territorio. Territorio, que es, como es fácil de entender, "nuestro".

Porque si lo que se pretende es simplemente mejorar los procedimientos ligados al control público de las acciones sobre el territorio, es decir, hacerlos más eficaces y expeditivos, y, por tanto, obstaculizar lo menos posible las propuestas de inversión, entonces perfeccionemos la máquina. La alternativa no tiene por qué ser necesariamente suprimir aquellos eslabones de la cadena donde el proceso se atasca, porque eso podría debilitar su fuerza y anular sus objetivos sociales. Y entones estaremos retrocediendo. Existe otra alternativa, por supuesto más compleja, costosa y lenta. Pero más coherente con el espíritu que alumbró el despegue del urbanismo canario, treinta años atrás. Y es invertir más en urbanismo, que no significa legislar más, sino legislar mejor. Poner mayor atención a las consecuencias territoriales, económicas y judiciales de las normas que redactamos y aprobamos. En resumen mejorar nuestro urbanismo.

Porque ¿estamos seguros de que el bloqueo de todos los proyectos de inversión de los que nos estamos quejando es producto de la maraña legislativa en materia urbanística existente en Canarias? ¿O en innumerables casos, la maraña administrativa no es sino un pretexto más en la guerra de intereses, sean éstos de raíz territorial, partidista o económica?

Yo diría que Canarias, producto de su subdesarrollo y su falta de visión a largo plazo, se ha encontrado siempre con problemas para llevar a cabo todos aquellos proyectos que exigen una escala grande, un calendario dilatado y una gestión compleja. Sean estos públicos o privados. Con más facilidad en aquellas administraciones en que el color político se repite durante varios mandatos consecutivos y con menos, en las que cambian cada cuatro años.

La fijación, en mi opinión desmesurada e interesada, que estamos sufriendo en la actualidad con el urbanismo, ataca a la inteligencia del ciudadano medio y descuida los efectos nocivos (y a veces dramáticos) de la desregulación, sin pararse a reflexionar ni sus causas, ni su problemática interna.

Sigamos jugando con fuego y seguiremos viendo los volcanes amenazantes burbujeando