El pueblo, unido, jamás será vencido. El pueblo, unido, jamás será vencido..." El pareado lo entonaban con rabia, con mucha rabia, las centenares de familias que a finales de los años 70 se habían convertido en adjudicatarias de las viviendas que el Estado construía en el otrora fértil Valle de Jinámar. El activista político más conocido del momento era José Carlos Mauricio, quien sin carné alguno era capaz de conducir a las trincheras a aquellas masas desesperadas por obtener un techo bajo en el que cobijarse.

La compra de tres millones de metros cuadrados junto al pueblo de Jinámar, en su momento un idílico vergel de tomateros y frutales, supuso la primera piedra de una historia cuya conclusión aún no está escrita. Cuarenta años han pasado ya desde que el Estado le entregase a la última Condesa de la Vega Grande, María Teresa Rivero y Castillo-Olivares, nacida en 1899, la nada despreciable cantidad de 500 millones de pesetas. Luego llegaría una frenética carrera por desarrollar un proyecto urbanístico heredado del franquismo y que supuso un disparate en toda regla: levantar torres sin ton ni son y sin unas condiciones mínimas para crear arraigo social entre una población compuesta por gentes humildes y cosmopolitas, muchas de ellas arribadas desde chabolas.

12.000 casas previstas

Antes de la llegada de la nobleza, los jesuitas fueron, hasta 1767, los propietarios de los terrenos en los que se alzaría el polígono residencial más grande de Europa. A finales de los 70 -tras dibujar en los planos de 1972 una auténtica aberración que fue subsanada en parte en 1988, cuando el total de viviendas edificables se redujo de 12.000 a 8.000 unidades- comenzó la llegada de los nuevos inquilinos al Valle. A este contexto se llegó tras muchos meses de batalla por parte de los aspirantes a una morada. Se miraba todo: la renta, el número de miembros de la unidad familiar... Era indispensable alcanzar los 300 puntos en los baremos.

La colonización se ejecutó de manera desordenada. A muchos de los agraciados -y a otros muchos que no lo fueron- se les agotó la paciencia. Con las calles a medio hacer, sin agua, sin luz y sin infraestructuras básicas, ocuparon aquellos palomares. A los que no les había tocado por ley el inmueble se les bautizó como metidos (hoy okupas). La necesidad apretaba. El abasto y el fluido eléctrico aparecieron relativamente pronto, pero el resto de servicios no. Los problemas estructurales en los edificios no tardaron en llenar la prensa con innumerables casos de filtraciones de aguas fecales y una red de alcantarillado tercermundista. A este hecho se sumó el hacinamiento de los colegios, el alto índice de paro y la proliferación del trapicheo, lo que durante años sometió al vecindario a un estigma del que le costó sacudirse. Finalmente lo logró pese al último incidente generado por la emisión, en 2010, de uno de los programas de Callejeros (Cuatro). En la dura década de los 80, el 55% de sus vecinos no tenían trabajo y Cáritas daba de comer nada más y nada menos que a 157 familias.

Ciudad dormitorio

Con la creación de la Gerencia, ente que sirvió para coordinar las distintas inversiones ordenadas por el Gobierno de Canarias, comenzó a imponerse el orden. Francisco Santiago, exalcalde de Telde, recuerda que una de las cosas que se lograron fue frenar el ritmo de entrega de las casas hasta que no se dotase a los ya residentes de Jinámar de unos equipamientos mínimos (ver cronología adjunta a pie de estas páginas). Además, la tipología constructiva varió. Eso no impidió que durante muchos años el Polígono de Jinámar -que cambió su nombre a Valle de Jinámar a principios de los 90 y luego nominó sus calles- albergase mucha más población que Telde casco, incluso solo en los bloques situados sobre su término municipal. Y es que siete fases, 114 bloques (94 de ellos de promoción pública) y 6.200 casas dan para mucho.

No sería hasta finales de los 90, tras regar el núcleo de infraestructuras prioritarias y lavar sus zonas verdes gracias al plan Urban y sus 1.127 millones de pesetas, cuando el Gobierno regional cogiera el toro por los cuernos y decidiese regularizar la situación de los vecinos. Comenzó una intensa campaña de venta o alquiler de las casas que logró que a finales de 2000 ya se hubiesen escriturado el 40% de las construcciones. Muchas, de 90 metros, se adquirieron por 12.000 euros. Atrás quedaron esos duros años en los que los residentes no disponían ni de contenedores para depositar su basura ni de instalaciones deportivas en las que ocupar a sus hijos. La indiferencia de las administraciones hizo incluso que durante un tiempo calase en el vecindario la tesis de reivindicar la independencia del Polígono ante la aparente dejadez de la que hacían gala tanto Telde como Las Palmas de Gran Canaria. Ese discurso fue resucitado en 2007 por Ciuca, aunque la cosa no pasó de ahí, y hasta últimamente los partidos políticos han mostrado mayor interés hacia un paraje donde la crisis está haciendo a día de hoy más estragos que en cualquier otro punto de la isla. El movimiento vecinal parece más calmado que en épocas pretéritas, pero eso no es sinónimo de conformismo. Telde ya tiene ultimado un plan de rehabilitación de los bloques que requerirá una inversión de 40 millones durante diez años; falta que el resto de administraciones se impliquen en la tarea.

Y luego está el Jinámar de los sueños. Sobre los planos se ha dibujado muchas cosas (un muelle deportivo, un sistema de recogida de basura subterránea, una piscina con olas artificiales), pero en la realidad lo ejecutado no ha sido tanto. La inversión privada ha acabado centros comerciales y ahora la Noria espera que alguien reabra sus puertas. Ojalá que para ello no pasen otros 40 años...