En el Agaete de mi infancia, Tirma, además de ser un territorio con un cortijo en las laderas de Tamadaba que caen sobre El Risco, era el título de la película con la que todo el pueblo soñaba ver para las fiestas de las Nieves.

Rodada entre junio y agosto de 1954 bajo la dirección de Paolo Moffa y con argumento basado en el romance homónimo de Juan del Río Ayala, tuvo como reclamo principal la belleza de la actriz italiana Silvana Pampanini, en el rol de la Princesa Guayarmina, lo que convirtió a Tirma y su rodaje en una leyenda insular.

Más allá del interés por un rodaje con localizaciones en diferentes lugares de Gran Canaria, fueron los encantos de la Pampanini quienes pusieron en pie de guerra la libido de los quintos que el Ejército había puesto a disposición como extras, a los que se sumaron los deportistas y luchadores más cachas de media isla entre los que no podían faltar los héroes locales agaetenses, Papa Judas y Cho Andrés Medina, que contaron durante años haber estado presentes cuando la Pampanini le confiesa al entonces desconocido Marcelo Mastroiani -que hacía de capitán castellano- no saber lo que era un beso cuando la cogió a traición en pleno pinar de Tamadaba, corriendo ladera abajo con una baifa entre sus brazos y envuelta en un sonido de caracolas que aportaba el toque kitsch de canariedad que edulcora toda la película.

Y allá que iba la Pampanini, guapa a rabiar y divina de la muerte, emperendengada de los pies a la cabeza con bisutería fina, vestidos propios de las películas que de pequeños llamábamos de romanos y pintada como una puerta, rodeada de un pueblo canario que más bien parecía una fusión étnica entre las tribus de indios mohicanos, iroqueses y arapahoes, de los que veíamos en las películas del Oeste luchando contra ingleses y franceses en América del Norte. Sólo que en esta ocasión lo hacían en contra de los castellanos ¡conquistadores todos al fin y al cabo! Para entonces y según se expresa en la película, el pueblo canario ya estaba cansado de luchar y miren por dónde vamos...

Con Tirma descubrimos una de las aplicaciones de las pintaderas aborígenes cuando el actor Gustavo Rojo, en el papel de Bentejui, marca con una de ellas a Guayarmina al estilo de la canción Mi propiedad privada el día de aquella boda a regañadientes en la que la Pampanini aparecía luciendo la fantasía "espérame en el Cenobio que luego arreglamos cuenta", mientras Papa Judas y Cho Andrés Medina murmuraban entre dientes aquello de? "se cree este bobilín que es para él sólo"?

Y razón tenían, porque la leyenda rural más que urbana en este caso equipara a la Pampanini con La Madelón que bailamos y cantamos en La Rama: no eran mujeres para un solo hombre, sino para un batallón. Papa Judas y Cho Andrés Medina llegaron en sus correrías hasta los estudios Sevilla en Madrid reclamados por la Pampanini, donde rodaron varias escenas entre las que se cuentan las referidas al Cenobio de Valerón entre otras.

En un pispás la magia del cine nos trasladaba desde Maspalomas a Gáldar con un mapa de Gran Canaria que más bien parecía Chipre. Y de allí hasta Acusa, Tejeda y Tirma, convirtiendo la isla en un plató natural de rodaje con unos extras entregados y privados por los duros que les pagaban y porque, en breve, verían sus caras en la gran pantalla, donde la soldadesca manejaba las armas sofisticadas y la canallesca los palos, picas y arcos con flechas, desvalijando las cucañas de los cercados de tomateros donde hiciera falta.

Lo cierto es que llegadas las Fiestas de Las Nieves y a punto de ir a Tamadaba en busca de La Rama, el mensaje de los mentideros no cesaba año tras año: ¡Recuerdos a la Pampanini y si quiere mojo con morena, que venga pa'bajo!

A comienzos de la década de los sesenta del siglo pasado, una productora alemana eligió Agaete para rodar uno de aquellos spaghetti- western tan de moda, por lo que el pueblo se llenó de cuatreros y forajidos montados a caballo como los que veíamos en el cine y de los que fuimos auténticos imitadores, bien fuera en la escuela jugando durante el recreo, o en las correrías extraescolares por calles y barrancos en una época donde aún no se habían inventado ni la Nintendo ni la Playstation.

Por unos días Agaete se convirtió en un poblado del estado norteamericano de Nuevo México para rodar El sheriff implacable, título con el que se comercializó en España el film que transformó la calle Oriente del barrio de San Sebastián en una calle del Oeste con influencias mexicanas, que para eso era el país vecino. Y vimos cómo la casa actual de Paquita Álamo y Gonzalo Benítez, El Piloto, se convirtió en bodega con un barril en la acera y la típica puerta abatible con bisagras de vaivén, por donde salía tras el tiroteo uno de los forajidos que, tras caer abatido en plena calle, dejó una mancha de sangre durante varios años en la pared trasera de la casa de Magín Medina.

Tras la muerte venía el entierro donde mi amiga Conchita, La de Tom, con su abuela Carmita, La del Campo y Ovidia y Lala, Rodríguez las dos, hicieron de plañideras; David González, el hijo de Carmela, La de Graciliano, junto con el padre de Carmelo Ramos, el del bar Las Nasas, Antonio, El Sepulturero, y los hermanos Santiago y Marcos Rodríguez cargaron el ataúd, mientras que Juan Sosa, de la familia de Los Tolas, y Santiago Sosa, más conocido como Señor Tao, imponían respeto, el primero con su rifle y el segundo con sus rezos oficiando de cura. Y allá que salía el entierro de la ermita de San Sebastián custodiado por los cuatreros a caballo, cedidos por el Cabildo de Gran Canaria para la ocasión mientras el resto del barrio observaba fuera de cámara.

A pesar de que el guapo y apuesto Edmund Purdom era el protagonista de la película, las quinceañeras agaetenses estaban coladas por el rubio, bandío y sinvergüenza, con josico de lambio, que era como describían las señoras mayores nada menos que a Klaus Kinski en los inicios de su carrera haciendo de forajido, el mismo al que le echaron el lazo al cuello en la zona de Las Moriscas y del que logró zafarse huyendo a pie por el Turmán abajo para acabar refugiándose en la ermita de Las Nieves, a donde llegamos todos bailando La Rama cada cuatro de agosto.

Supuestamente la película transcurre tierra adentro en una zona desértica de Nuevo México donde no hay ni mar, ni Puerto de las Nieves, ni longorones, ni sargos, ni cabrillas, por lo que nunca entendimos las razones para dejar a tiro de cámara las nasas y la barca del solar junto a la ermita por donde pasaba Klaus Kinski huyendo de Edmund Purdom.

Con ojos de niños vimos cómo el sheriff daba órdenes para prenderle fuego a la ermita, simulando un incendio con un puño de millo seco traído de la finca de la Fuente Santa, cuya humareda -a semejanza de la castra de las colmenas- obligaba al forajido Klaus Kinski a salir de su escondrijo o a morir asfixiado.

Mientras el forajido se lo pensaba, Chanero Tadeo, campesino para la ocasión, tocaba a rebato la campana de la ermita para que acudieran a sofocar el incendio el resto de los pescadores transformados en campesinos también, como así lo hicieron Eusebio Diepa, los hermanos Juanito y Chano Suárez y el resto de los extras del entierro con algunos retoques en el atuendo.

Todo aquel jaleo entretuvo a una parte del pueblo haciendo el seguimiento del rodaje, y a la otra parte haciendo conjeturas de lo sucedido en los mentideros oficiales, tal es así que mientras en los lavaderos y los chorros públicos se discutía de quién era más guapom si Edmund Purdom o Klaus Kinski, en el médico del seguro se comentaba que gracias a Chanero Tadeo no ardió la ermita de las Nieves con la Virgen dentro, y en la esquina de la plaza principal hubo división de opiniones sobre quién lo hacía mejor, decantándose las opiniones más cualificadas por el Señor Tao, que con tanto fundamento parecía un cura de verdad.

Lo cierto es que la industria del cine repartió dinero entre la gente del pueblo, cobrando cada uno de los extras cien pesetas de las de entonces, que no les vino nada mal para correr aquellas fiestas de las Nieves asaltadas por una fiebre de rancheras mexicanas que sonaban por megafonía durante el paseo en las voces de Lola Beltrán, Pedro Infante y Miguel Aceves Mejías, junto con el cachondeo del pan y plátano y las perras p'al cine de quienes estaban en edad de enamorar, mientras la chiquillería imitábamos a Rolf Olsen, director de la película, repitiendo en castellano con acento alemán aquello de: ¡silencio, se rueda! y ¡corten! a la vez que gesticulábamos con las manos simulando una tablilla de tomas.

De muerte y vida

Y el cine no sólo no abandonó Agaete, sino que se apoderó nuevamente de la villa.

Allá por 1975 Pepe Dámaso, nuestro genial artista, experimenta con el séptimo arte junto a uno de sus grandes amigos: Agustín del Álamo, médico de profesión, actor de vocación y ayudante de dirección para la ocasión y realizaron entre ambos la adaptación cinematográfica del poema teatral de Alonso Quesada La Umbría.

El posterior rodaje de la película comenzó y terminó siendo un interesante encuentro intergeneracional de actores aficionados locales, encabezado por la octogenaria Mariquita, La de Penene -rapsoda histriónica e inventora de versos y poesías- sucedido por otros, entonces más jóvenes, hasta llegar a mi generación con Ofelia Tadeo, inolvidable en el papel de Salvadora, la hermana mayor de una familia que busca el amor huyendo de la muerte, tras los pasos de su amado Horacio que discurrieron por el mismo camino por donde transita La Rama cada 4 de agosto y para confluir en las mismas coordenadas y con las mismas referencias: el mar y la ermita de las Nieves.

Dámaso concibió, pintó y filmó en La Umbría la dualidad social de la Gran Canaria rural de una época en la que la abuela Gela del Álamo y sus nietas y nieto -Sari y Mari Gloria Medina, Salvadora y el niño Toñi- con su perro César, integrantes de la familia burguesa de La Umbría, bailaban prisioneras una Rama al son de los ritmos encorsetados que marcaban y tocaban Tito Santana, Nené Armas, Luisita Rosales, Paqui Jiménez y Alejandro Álamo -sus espectros en La Umbría- frente al ritmo vital y desenfadado de la vida campesina que a golpe de yunque y fragua cantaban las bondades curativas de sus infusiones, mientras la chiquillería crecía sana y alegre al cuidado de las mujeres del Valle.

Esta es la visión de aquel Agaete decimonónico que plasmó Dámaso en su obra, sin escapársele detalle alguno a Agustín del Álamo, una sociedad que sucumbiría transformada por la modernidad rompedora, hasta hacer de La Rama un encuentro de vida en consonancia con los tiempos actuales.

Con el Réquiem para un absurdo volvió Pepe Dámaso a convertir Agaete en plató natural de rodaje en 1978.

Este nuevo film del que Agustín del Álamo sería el protagonista interpretando el papel de Perico, El de Seña Manuela, que vivía en la calle principal de la villa, donde tuvo Juan Diorca el bar y quién, al no poder soportar las presiones sociales del Agaete de posguerra por motivos políticos y de orientación sexual, se pegó un tiro acabando con su vida.

A esta película y su protagonista Agustín del Álamo, le cupo el honor de obtener una nominación para el Festival de Cine de San Sebastián, en la modalidad de nacionalidades.

Podrán los lectores imaginarse aquellas fiestas de las Nieves y aquella Rama con drama tan grande en el pueblo y la facilidad para aplicar el dicho de "entre todos lo mataron y él sólo se murió", pero como no hay muerte sin resurrección, ni llanto sin risa, el atrevimiento de Pepe Dámaso, unido al talento dramático de Agustín del Álamo, elevaron al mundo del arte el drama afectivo de Perico.

El cine y Pepe Dámaso volvieron a convocar en su segunda incursión cinematográfica a un nuevo elenco de actores locales amateurs entre los que se encontraba mi amigo Pepe Martín en el rol de Benjamín, El médico, amigo y partenaire de Agustín del Álamo en la película y mis amigas y vecinas Orosia Armas en el papelón de Elvira la madre y Menchy García haciendo de Rosa, una chica de la burguesía reaccionaria de aquel Agaete anterior.

Posteriormente Pepe Dámaso abordaría su tercera y última experiencia cinematográfica con el filme Collage, cerrando con ella la trilogía dedicada a su pueblo natal que es el nuestro, Agaete, donde una vez más el día 4 de agosto, espíritus, fantasmas del celuloide y realidades vivientes nos volvemos a convocar en torno al ritual de La Rama para resucitar nuevamente con ella, por lo que les aconsejo que no falten.