Existe en los quiebros que bajan de la cumbre hasta la cocorota de Gáldar un rebumbio de bancales, caminos , riscos, caideros y cavernas que guardan la historia aún por escribir de lo que de antiguo dio en llamarse Artevirgua, y que hoy pudiera ser lo que los mapas se dibuja como Barranco Hondo. En verdad, una ciudad perdida, que se extendería hasta El Tablado, Lugarejos, o el mismo Juncalillo, y que formaban, según el arqueólogo Julio Cuenca, uno de los mayores poblamientos trogloditas "de las tierras altas", hasta mediados del siglo XX.

Cuenca sostiene que Barranco Hondo y su entorno "debió formar parte del primigenio asentamiento cuyo topónimo se ha perdido, aunque barajamos, a modo de hipótesis, que podría tratarse del legendario Artevirgo o Artevirgua, que en algunas crónicas aparece como Artenara, y cuya localización primigenia nada tiene que ver con su actual ubicación", algo a lo que también se apunta el propio cronista de la localidad cumbrera, José Antonio Luján.

La primera pista de esta Artenara prehispánica data del miércoles 12 de agosto de 1461, cuando se reúnen en Las Isletas, en "un supuesto acto de vasallaje", y ante Diego de Herrera los dos guanartemes con los guayres de buena parte de los cantones de Gran Canaria, uno de ellos Artenteyfac, señor "de Artevirgo", según apuntaba más de un siglo después Fray Juan de Abreu Galindo (que quizá por el tiempo transcurrido sitúa la fecha en el 11 de enero de 1476).

La otra mención, que no tiene desperdicio, se recoge en el Libro de Protocolos de Repartimientos de Tierras de 1542, en la que el colono García de La Coruña -hoy un pago anexo a Barranco Hondo-, solicita tener a bien el hacerse con unas tierras del lugar: "Muy magníficos señores: Garsya de La Coruña vecino de la villa de Gáldar beso las manos de vuestra señoría a la cual suplico y pido me fagan merced de un pedazo de tierra de sequero que es en Artevigua..."

Pero este documento no solo refuerza el nombre, sino que expresa también el proceso por el cual los europeos despojaban de sus posesiones a los antiguos canarios. Cuenca subraya que el colono no cita la más que probable población original, en una práctica habitual que apenas mencionaba de soslayo las "cuevas de los canarios, iglesia de los canarios, o estanque de los canarios", para evitar pleitos.

Una visita a Barranco Hondo tiene las dos cosas. La memoria y la ocupación. Juan Cubas, vecino del sitio, y que guarda y vela por cuevas, por el pequeño museo local y por la ermita labrada en la que espera los furgones de turistas que recalan a diario por allí, saca el dedo apuntando hacia El Solapón, que en su momento, dadas sus dimensiones y lo intrincado del conjunto, podría ser una especie de mansión para el estándar prehistórico.

"Allí se encendieron los primeros fuegos", afirma rotundo como si Cubas tuviera más de seis siglos.

El Solapón aparece reconstruido, con muros igual de arcaicos dividiendo las estancias, con sus subidas y bajadas, ejerciendo de primitivo dúplex. No se descarta que la nueva remesa de europeos se hiciera rápido con El Solapón, al fin y al cabo, "los canarios por entonces no gozaban de excesivos derechos sobre la propiedad de la tierra de la que no podían aportar documentos de ninguna clase", reflexiona Julio Cuenca en su minucioso trabajo El culto a las cuevas entre los aborígenes canarios: el almogarén de Risco Caído, dedicado a la espectacular cueva en la que un falo de luz recorre una retahíla de triángulos púbicos durante varios meses al año y que se encuentra justo enfrente, a la vista de la terraza de El Solapón.

Desde allí es imposible sentir la indiferencia del paisaje, una enorme miniatura abigarrada de cadenas de cultivos, de caideros de aguas, de higueras centenarias y de terrazas entenicadas dedicadas al cereal y de las que solo se comprende su construcción gracias a un geito y una habilidad extinta. Tampoco es ajena la sensación de aquella rabia por perder la tremenda Artevigua, hoy amueblada de alcobas, baños y cocinas, un coraje de sus legítimos propietarios que no estaría muy lejos de ceñirse al texto de Juan Bethencourt Alfonso (1847-1913) sobre los canarios de todas las islas que tras la Conquista se enquistaron peleando en lo más abrupto de su interior: "Una cincuentena de años después de sojuzgada la isla, aunque habían perdido su ferocidad primitiva, aún eran temibles y de cuidado. (...) Conservaban íntegras sus costumbres legendarias, el idioma, supersticiones y cuanto conocieron de sus mayores, (..) y no aceptaron del progreso más que la lanza, el cuchillo y demás armas de combate".