La finca de Los Gómez de Salinetas, otrora templo del cultivo de la naranja en Gran Canaria, se adapta a los nuevos tiempos. Pero quien tuvo, retuvo. Aunque en cantidades más modestas, la explotación agrícola continúa hoy día produciendo uno de los mejores cítricos que se puede degustar en la isla. Al mismo tiempo, vive inmersa en un lento proceso de metamorfosis que tiene su principal elemento de referencia en la creación de cientos de pequeñas parcelas de 40 metros cuadrados que sus propietarios han acondicionado para acoger a futuros hortelanos.

La hacienda, que en sus orígenes llegó a ocupar dos millones de metros, celebra estos días uno de sus peculiares cumpleaños. Fue un 25 de diciembre, hace ahora un siglo, cuando Juan Francisco Gómez Apolinario vio en ella una oportunidad espléndida de negocio. Decidió comprársela por 80.000 pesetas -una millonada en la época- a Adela Martínez de Escobar, y a fe que no se equivocó. La finca atesoraba tras de sí una merecidísima fama de productos de gran calidad y tierras ricas en sustratos sembradas de pozos y caudales por doquier.

El trabajo y esfuerzo que su nuevo dueño depositó en ellas, unidos a una constante preocupación por modernizar sus instalaciones y evolucionar, criterio que heredarían sus hijos y nietos lograron mantener su hegemonía y preponderancia en el sector hasta que el cambio de modelo económico y el encarecimiento del agua la condenaron a un lento declive.

Los herederos de Francisco, con Fátima Gómez entre ellos, han decidido ahora recuperar con nuevos bríos e ideas el esplendor de la hacienda. No pretenden alcanzar las cifras de hace tres décadas -cuando los camiones salían cargados de frutas hacia el muelle, llegándose a registrar cosechas de hasta 500.000 kilos de naranjas y otros 300.000 de mandarinas con 6.000 árboles frutales- pero sí mantener un cultivo testimonial y abrir el negocio a otras modalidades de explotación. Uno de ellos, el alquiler de pequeños huertos "en los que se puede cultivar por 40 euros al mes y el agua que se necesite", precisa Javier Manrique de Lara, gerente de la finca. Otro, futuras ofertas de ocio y recreo aún en ciernes.

El gallego Alberto Luaces ha sido uno de sus primeros arrendatarios en esta nueva etapa. "Quiero saber qué es lo que come mi hijo y esta es una oportunidad perfecta", explica mientras mima su trozo de terreno, que comparte invernadero con otros 15 inquilinos. Ellos, junto a otros 15 aventureros, son la avanzadilla de un proyecto mastodóntico que afecta a 25.000 de los 360.000 metros cuadrados que actualmente tiene la explotación tras los sucesivos repartos y herencias. Y es que hace un siglo, cuando se produjo el famoso desembolso de las 80.000 pesetas, nadie podía alcanzar a ver sin catalejo el final de un vergel que ocupaba desde el Mercadona que ahora se ubica a la entrada de Melenara hasta donde hoy están los tanques de la Cinsa, con el mar y la autovía haciendo del resto de lindes. Huertos aparte, la naranja y la historia siguen y seguirán siendo el sello distintivo del lugar. De aquí salían ya en el siglo XIX ingentes cantidades de mangos, aguacates, mandarinas y naranjas hacia Inglaterra. Sus dimensiones y ventajas llevaron a los Martínez de Escobar, y luego a los Gómez, a crear una especie de pequeña aldea en su interior. En ella no se dejaron atrás ni la impresionante casona de veraneo de turno (que luego se convertiría en la residencia oficial de los segundos) ni todo un entramado de almacenes y dependencias anexas que poco a poco irían creciendo tras el curioso fenómeno registrado en 1851, cuando se levantó una ermita en honor a la virgen de la Salud y a San Pedro de Alcántara. Y es que, aunque no se sepa, en medio de este latifundio hay hasta un inmueble religioso.

"Bartolomé Martínez de Escobar la levantó como agradecimiento porque esta zona escapó a la importante epidemia de cólera morbo que azotó a la isla en 1851. Nadie de por aquí murió, y ese hecho fue atribuido, según la leyenda, a la existencia de un pozo en la finca del que muchos bebían", recalcaba ayer Manrique de Lara. Tanto el inmueble como lo que le rodean están a la espera de una rehabilitación en la que el gerente tiene depositadas muchas esperanzas. "Nos gustaría acondicionar todo como un museo. Se conservan cosas de gran valor", detalla mientras muestra varias dependencias, ceretos antiguos de madera y algunas claves para comprender el éxito de la finca de Salinetas.

La época dorada le llegaría entre los años 50 y 70. Buena parte de culpa lo tienen los herederos de Juan Francisco Gómez Apolinario y su esposa. Sus dos hijos, Antonio y María del Carmen Gómez Díaz, transmitieron su legado a los nietos. La construcción de paredones y la traida de tierras para generar nuevos campos de labranza fueron su norte. Eso y la búsqueda de aguas y el uso de unos recurrentes toldos con vigas que aportaron mayor mimo a la producción. Hay conducciones de tuberías diseminadas que suman 18 kilómetros de longitud y vestigios de un pasado más frenético, como las granjas que acogieron 30.000 gallinas y un surtidor de gasolina. El clima también echó un capote. Juan Francisco, Antonio, Carlos, María del Carmen, Josefina y Rafael Gómez Campos junto a Manuel Campos Gómez adquirieron derechos sobre la tierra. El primero, ya fallecido, fue junto a su hermano Antonio quien más se involucró en sacar adelante un complejo en el que en época de zafra llegaron a trabajar 150 personas frente a la media docena de hoy día y que en 2003 facturó unos nada despreciables 400.000 kilos de cítricos, con cuatro variedades de naranjas de las que hoy sobreviven dos y otras cinco de mandarinas. Todo complementado con un catálogo de limones, limas y pomelos de un rojo intenso nada fáciles de conseguir en cualquier otro rincón de la ínsula. Y es que algo tuvo, tiene y tendrá la fértil tierra de Salinetas.