Es agosto y el alisio, como cada verano en el sureste de Gran Canaria, se embala a velocidades de galerna. A las doce y cuarto del mediodía las rachas alcanzan los 64 kilómetros por hora, Fuerza 8 según la escala de Beaufort, viento duro que quiebra las copas de los árboles, si los hubiera que no es el caso, y que monta mares rompientes con franjas de espuma. Ahí está el faro antiguo, imperturbable a la galerna, con los perfiles de su más que centenaria linterna aullando de dolor, pero aguantando.

El Faro de Arinaga, o mejor, los dos faros, se levantan sobre la Punta elevada que ilumina los peligrosos mares del Tenefé. Nada mejor que visitarlo en ventolera para imaginar la osadía de su fábrica, cuando a partir de 1888 se comenzó a entongar sillares de Arucas en aquella frontera entre remotos terregales y el marisco más salvaje.

El proyecto intentaba dar luz a un mar de entrecorrientes y con bajas asesinas de quillas y forros de casco y lo redactó Juan de León y Castillo, el prolífico ingeniero al que también dio tiempo de dibujar el puerto de La Luz, los muelles de Agaete y Sardina, la orgullosa linterna de Maspalomas o trazar las carreteras de la capital a Telde, Teror, Tenoya, Agüimes o Arucas.

El ingeniero Eugenio Suárez Galván se encargó del trabajo de campo, de allanar y cimentar el montículo de 40 metros sobre el nivel del mar y de levantar un pequeño puerto de carga y descarga en las faldas del farallón para en los escasos tiempos de calma desembarcar por allí personal y materiales. A partir de 1892, que es cuando da su primera luz, aquellos mismos precarios tinglados sirven para avituallar el invento de las latas de aceite y petróleo que alimentaban las dos mechas de la lámpara Maris, la única de Gran Canaria que emitía una luz en rojo, visible desde Tenefé o desde Gando para alertar a los incautos del riesgo de sus costas. Una fenomenal óptica de aumento de la marca francesa Barbier Bernard & Turenne, líder en la materia y que se publicitaba con un rotundo connue dans le Monde (conocida en todo el Mundo) multiplicaba la intensidad del brillo para tranquilidad de una flota creciente de barcos que acudían a la entonces incipiente Arinaga a la búsqueda del oro blanco: la cal de albeo y construcción que imprimió industria y riqueza al desértico litoral.

Era el tiempo del Río de Oro, el velero de cabotaje que, según el que fuera cronista del sureste de LA PROVINCIA, Antonio Estupiñán, cargaba bolos de cal y descargaba en el viejo muelle los "manojos de varas de La Palma para los cultivos agrícolas del tomate, para su plantación y para su protección de los fuertes vientos reinantes en época de zafra". A este viejo edificio, con sus habitaciones y oficinas se le añade una torre poco más alta que la antigua para darle mayor alcance, y que se enciende en junio de 1964, momento en el que se automatiza el sistema. Pero no iba a ser la única, porque desde el 1 de marzo de 1985 le acompaña una luminaria de 13 metros de altura y moderna factura que aprovechó la última linterna del anterior, fabricada por La Maquinista Valenciana, y su misma lámpara Dalen, alimentada hoy por dos grandes placas solares instaladas en la primera de sus dos balconadas.

A través de sus cristales se puede observar la transparencia roja que aporta la singularidad de sus destellos y su proximidad a los traicioneros bajíos como los que, poco más al sur, se conocen como Barco Quebrado, una antiquísima toponimia que ilustra del peligro.

Al contrario que lo ocurriera en Sardina de Gáldar, con su viejo faro, gemelo de éste y que fue destruido en una noche de verano para evitar su mantenimiento, el de Arinaga ha sido reconstruido, repintado y alicatado por el Ayuntamiento de Agüimes para albergar un restaurante donde rememorar ante un buen plato la solitaria vida de sus fareros o los antiguos naufragios, como el del "vaporcito Plasencia" en 1962, del que en el DIARIO DE LAS PALMAS se especuló su ida a pique "bien porque el timonel se durmió sobre el timón, bien porque el faro colorado de Arinaga no brilló lo suficiente ante los ojos de aquél".