La Provincia - Diario de Las Palmas

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viaje a benahore

La Palma: Corazón tan verde

Un recorrido por la Isla Bonita al pretexto de la Danza de los Enanos, que protagoniza sus fiestas lustrales

Las salinas y el faro de Fuencaliente. LP / DLP

Una conjura de los enanitos contra las siete Blancanieves que las Islas representan. Esa podría ser una lectura, inversa a la del cuento, de la inminente y misteriosa Danza de los Enanos que protagonizan las fiestas lustrales de La Palma. Su tradición anual del Carnaval de los Indianos -paradójica parodia de utilizar el disfraz como símbolo de ostentación- se desplaza ahora por lugareños reivindicativos: un enjambre de papagüevos liliputienses, siniestramente aviados, para reforzar su autoridad, como clones de Napoleón Bonaporte. "Una vez cada cinco años no hace daño", parecen implorarle al cielo del matriarcado insulario, como una breve y significativa revuelta en el edén tan casto. Enanos que trepan desde el fondo del valle en la accidentada orografía de "la mujer de los mil senos y las mil bocas", como se representó las Islas Agustín Espinosa. Enanos que son como 'Bandamitas' de Mary Sanchez embutida en un faldón de madera, tan congruente con la matriarcal memoria prehistórica; pues, como bien documenta el arqueólogo José Juan Jiménez, nuestros aborígenes practicaron largamente la poliandría -a razón de "cinco hombres por cada mujer"-, como prevención del exceso de natalidad. Y ninguna de nuestras islas concentra con tanta intensidad el mito de la feminidad, como, justamente, la Isla Bonita. Desde que tengo uso de razón -y me atiborraba de palmeras de chocolate para sublimarlo- vengo escuchando, y corroborando luego, lo de la singular belleza muy repartida de sus mujeres, que cimbrean dulcemente, incluso, con la entonación. Pero es que, además, la propia silueta del mapa de La Palma -no me digan que no- es un perfecto pubis femenino. Con lo de 'corazón tan verde' uno ha incurrido en el remedo del título seikspiriano, casi de eufemismo de prospecto turístico. Pero el contorno de su cartografía es un pubis de mujer acolchado, que cuenta, además, con su emblemática Caldera uterina y el vello de las playas de arena negra? Como no alcanzan al pretil de la balconada, los enanos -que somos todos- se acercan suplicantes, con la rapadura enhiesta, y precisan del maromo intermediario para que corra la voz: palmero, tío, sube a la palma, enróllate, que desde aquí no llego, y ya han pasado cinco años desde la última vez, y díle a la palmerita que se asome a la ventana que su amor la solicita?

Como no sabemos si caerá esa breva, y no le incumbe más que a cada cuál, seamos más objetivos en nuestro recorrido. Húmeda y verde, ciertamente, la isla más occidental del Archipiélago es también la más alta en relación a su tamaño, la que posee los volcanes más jóvenes (junto a El Hierro) y el cielo más limpio, y una de las últimas en ser tomada por los castellanos, en el mismo 1492 en que Colón pisaba América. Desde el aire, es fácil cotejar su abultada columna vertebral que, como en un perfecto díptico, forestal y volcánico, separa en dos mitades simétricas la longitud de la Isla. En efecto, una boscosa cordillera, de un verde que refulge sobre el negror de la lava -más frondosa en el norte y más escarpada en el sur-, marca el alongado eje de la Isla, como si fuese la grupa de un dinosaurio dormido. Desde allí se domina la concéntrica singularidad y los vertiginosos contrastes, al mismo tiempo -entre el recogimiento y la verticalidad, entre la armonía y los pronunciamientos abisales, entre el seco escarpe y la húmeda fronda-, de este impetuoso finisterre, que hizo exclamar a los primeros cronistas, al filo de la Conquista: "Es el país más delicioso de cuantos hayamos encontrado en las islas de esta banda".

Esa franja central orienta la distribución de los municipios palmeros, superpuestos sobre la sabia demarcación de los cantones aborígenes de Benahore ("Mi tierra", como se llamaba la Isla), que, como un queso en porciones, permite su proporcionada y equidistante salida al mar. Desde esa franja petrificada se observa ya el máximo contraste. Abajo, el hondo y abismal cráter del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente, de 1.500 metros de profundidad y 10 kilómetros de diámetro, situado en el ombligo exacto de la Isla, y en su cabecera, la imponente cima del Roque de los Muchachos, que, a sus 2.426 metros de altitud, constituye, tras el Teide, el segundo pico más alto de Canarias. Lugar del ritual de iniciación de los muchachos aborígenes en el pastoreo, según una leyenda que le da el nombre, a partir de la creación, en esa cima, del Observatorio Astrofísico de Canarias, bajo uno de los cielos más límpidos y transparentes del mundo, se ha ido potenciando, en los últimos años, un turismo específico, y, en general, una mayor afluencia a la Isla como destino autónomo.

En realidad, toda la Isla al completo fue declarada Reserva de la Biosfera, en noviembre de 2002. Como si, con suma coquetería, la Isla demandara su contemplación integral a ojos del viajero, el asombroso contrapunto aguarda aquí y allá: De norte a sur -desde el húmedo bosque de laurisilva de los Tiles, que corona el Parque Nacional de Taburiente, a la espectacular estepa volcánica, de blanda lava, en la punta de Fuencaliente-. Y de este a oeste: desde la amaneciente capital, Santa Cruz, de amable factura colonial, a Los Llanos de Aridane, la sorprendente villa de aire cosmopolita.

Gracias a la denominada "lluvia horizontal", a causa de su inusitada altitud en apenas 706 kilómetros cuadrados, que le permite una absorción permanente de las nubes de los alisios, La Palma desconoce la escasez de agua que sí padecen otras Islas. Y según recientes estudios, cuenta, además, en su escudo norte, con una balsa de agua interior, conocida como "Coebra", por las iniciales de sus dos investigadores, los geólogos Sánchez Coello y Telésforo Bravo. Esa doble afluencia, a través del subsuelo y por el aire, propicia el fresco microclima que circunda al alto centro y norte de la Isla, en torno al Parque Nacional y, sobre todo, la reserva de Los Tiles, cuajado de nacientes y endemismos. El til, que le da el nombre al bosque; el barbuzano -una suerte de ébano canario-; el viñátigo, de hoja anaranjada, y el laurel son los principales ingredientes que conforman este interesante coto de laurisilva, al norte de la Caldera.

Si en la misma jornada, uno se traslada al extremo sur de la Isla, en Fuencaliente, abrigará la sensación de visitar los parajes más remotos, como en un traslado instantáneo, digamos gráficamente, desde Irlanda a La Luna. Es uno de los encantos de La Palma, a causa de su descomunal altitud en territorio exiguo: la abundancia de microclimas, con temperaturas que pueden oscilar desde la nieve del Roque de los Muchachos al calor intenso, con aliento de calima, en sus playas de indefectible arena volcánica.

Ciertamente, el cuello del embudo de la Isla, junto al faro de Fuencaliente, ofrece un bello paisaje lunar, más próximo, por ejemplo, a una típica estampa lanzaroteña. Pero de un brío más juvenil y una lava más arcillosa al palpo, con rojizos tramos resplandencientes. Y es que allí, sobre la base del no tan antiguo volcán de San Antonio, que irrumpió en 1677, tuvo lugar la erupción del Teneguía, en la reciente fecha de 1971, que le ganó a la isla mas de dos kilómetros cuadrados. Los herederos de la Flor de Sal, la marca que cultiva las pequeñas y ricas salinas junto al faro, aún se pellizcan al recordar la suerte que corrieron aquel día, cuando las lenguas de lava hirviendo de pronto se detuvieron, justamente, en las mismas puertas de su factoría.

La blanca y recoleta aldea de Fuencaliente está no sólo rodeada de plataneras, abundantes en distintos municipios regados por la Isla, sino también por singulares vides, que dan cuenta de su pujante conversión en una de las principales denominaciones de origen de las Islas. Y a sus pies, en las atractivas calas de arena negra, se acaba de producir un importante hallazgo, tan codiciado por generaciones de investigadores: el manantial de la Fuente Santa, sepultado por la erupción del San Antonio, en el siglo XVII. Se trata de unas aguas termales que, según las crónicas, poseía entonces las mejores propiedades curativas del mundo. En esa punta de Fuencaliente, donde confluyen, mágicamente, el este y el oeste, ocurre el milagro de la total visibilidad de la salida y la puesta del sol.

Siempre se ha dicho que el camino idóneo para arribar a la La Palma es hacerlo por mar y al amanacer. La recoleta bahía de Santa Cruz, la capital, centrada al este del litoral, es, desde luego, un primor, contemplada ya desde su marítima fachada: una grácil alineación de casas bajas con inconfundible balconada y pintura colonial. Pero es sólo un anuncio congruente con la belleza de sus calles traseras, el armónico y limpio adoquinado de su casco histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La ciudad es un museo viviente del esplendor que conoció durante los siglos XVI y XVII, cuando Santa Cruz de La Palma constituía el tercer puerto del Imperio, tras Sevilla y Amberes, dando lugar a un peculiar asentamiento de notables de Flandes.

En torno a su arteria principal, acabada en una vistosa réplica en piedra de la nave Santa María de Colón, se suceden palacetes, iglesias y casas solariegas, que dan cuenta del sincretismo de su esplendor, con abundantes facturas renacentistas y decorados flamencos, pero también elementos barrocos, neoclásicos y modernistas. Del todo recomendable es repostar al sol de las terrazas de su central Plazuela, así como deambular al anochecer por la angosta travesía de sus tascas, presididas por la tradicional Bodeguita del Medio, situada en la angosta travesía Álvarez de Abreu, que aglutina las tascas y bares nocturnos de la ciudad. A las afueras de la capital, no lejos del vistoso santuario de Las Nieves, se hallan dos restaurantes emblemáticos, de gran tradición popular y curioso entorno familiar, con pequeños reservados: el "Chipi-chipi" y el "Casa Goyo", especializados, respectivamente, en carne y pescado fresco.

No hay nombre más pertinente que el El túnel del tiempo, como se denomina el que atraviesa la Isla de este a oeste, entre Breña Alta y El Paso. Tras el nuevo corredor ascendente, por la grupa de vegetación y, de nuevo, el húmedo microclima, se divisa a los pies el hermoso valle, con sus tres núcleos de población: El Paso, Los Llanos de Aridane y el pueblo marinero de Tazacorte. Recomendable es contemplar ese abisal paisaje, como un desecado fondo marino, desde la terraza del mirador del Time.

Como es sabido, los Llanos de Aridane, el municipio más poblado de la Isla, rivaliza en protagonismo con Santa Cruz, la capital. En realidad son villas complementarias, emplazadas a este y oeste. Un aire cosmopolita envuelve a Los Llanos, nada más avistar su alegre y bulliciosa Plazuela, presidida por El Quiosco y la cafetería El Edén, de animadas terrazas. El lucido proyecto del CENFAC, que incluye murales en las calles de artistas de la talla de Javier Mariscal, Ouka Lele, Chema Madoz, Luis Mayo o Pedro González, incide sobremanera en ese barniz de modernidad. Pero, en el litoral oeste de La Palma, es también ineludible sentarse al sol poniente del puerto de Tazacorte, repleto de acogedoras terrazas. Por él entraron los castellanos y es el punto de las Islas no sólo más próximo a América, sino también a la mítica San Borondón.

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