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Santa Lucía

Los diamantes blancos de Tenefé

La salina de Santa Lucía da sus primeras zafras en Pozo Izquierdo con un estallido de colores

Josué Calderín, arrollando la sal hacia el balache, con unas aguas tintadas en naranja y rojo por las algas y crustáceos que cría la propia salmuera. SABRINA CEBALLOS

"Mire, mire, ahí está, es la flor de sal, lo que se coge primero, lo más valioso de la salina". José Reyes es salinero de última hornada, y lleva apenas un año dando fuelle a las históricas Salinas de Tenefé, en Pozo Izquierdo, donde Santa Lucía acaricia la marea. Pero Reyes, pese a la constancia de los meses, se queda embobado con la mecánica de una 'fábrica' prácticamente autosuficiente en energía que fue creada en el siglo XVIII y que sigue funcionando con la precisión de un reloj suizo.

El viento aúlla en Tenefé. Por la banda de babor los windsurfistas y por la de estribor los que navegan traccionados por cometas. Enmedio el océano presidido por el fantástico salar con sus 366 cocederos en plena temporada de zafra, cuando el agua más hierve por la calor del verano.

Josué Calderín es de Sardina del Sur, de 24 años y con un título en Comercio y Márketing. Se diría que Calderín estaba más para traje y corbata, hasta que se arrimó a la escuela taller que durante un par de años formó a un grupo de salineros con vistas a recuperar el Tenefé de su ruina anunciada.

Aquél taller acabó hace un año, y quedó él, junto con otro compañero, a cargo del trapiche salinero que ahora es propiedad del Ayuntamiento de Santa Lucía y que gestiona a través de la empresa Balriegos, especializada en infraestructuras hidráulicas.

Josué está atendiendo a unos clientes que entran en el asombroso almacén. Es parte de una casa de siglos, plantada en el marismo con teniques rotundos que exhalan la humedad de aquella materia que huele a yodo, a Atlántico. Son cuatro montañas en fila india con toneladas de sal gruesa, flor de sal, sal fina, y sal para piscina.

En bolsas y en camiones

Desde la más delicada a cinco euros los apenas 150 gramos de materia, a la más tosca a solo 0,20 céntimos el kilo de peso. Allí se pueden comprar desde las bolsitas de escamas hasta camiones de varias toneladas y la imagen puede que sea exactamente, ni más ni menos, que la que se reproducía en sus tiempos de esplendor..., si no es que suena un móvil.

Desde que la isla es isla se aprovecharon en el litoral los flujos de mareas para crear la sustancia que da nombre al salario en sus charcos. Con ella curtían las pieles y conservaba alimentos. Ese poder de parar los tiempos de descomposición fue el que impulsó a crear toda una red de 26 salinas en Gran Canaria para llenar las bodegas de los barcos de pesca que faenaban entre islas y en la costa africana desde el mismo siglo XVI.

Como se explica en el novelero centro de interpretación de la parte alta de la casa del salinero, las minas tenían tal importancia que a su vera se crearon robustas fortalezas contra piratas, como el mismísimo Castillo del Romeral.

Josué, en los dos años de máster más este último de trajín en directo, se ha convertido en un cum laude del asunto. Habla de ella como si la hubiera parido: "Es un descubrimiento, un regalo que nos da la naturaleza". Después de la venta vuelve al tajo, con el rodabillo al hombro y su mango de dos metros. Desde abril y hasta octubre, de máxima evaporación, se trabaja a destajo.

Con esa pala despega la sal del fondo del charco, arrollándola hasta el balache -el estrecho camino entre cocederos-, en una acción cuyo verbo es embalachar. Las aguas se ponen por aquí naranjas y por allá un poco rojo fuego.

El doctor en sales lo explica, sin parar de embalachar. La coloración corre a cuenta de los organismos como la Artemia salina, un minúsculo crustáceo que se alimenta de las algas del género Dunaliella, que a su vez son ricas, sigue Josué explicándose al detalle, en betacarotenos, muy utilizados en la industria cosmética.

Han pasado diez minutos desde que agarró la pala y ya ha amontonado 150 kilos de sal brillante y húmeda. Dentro de una hora vendrá la pleamar y llenará por gravedad el primer depósito, la arcusa, desde la que comenzará a derivarse el agua a lo largo de los 20.000 metros cuadrados que tiene el mecanismo renovable. "A veces pienso cuando veo esto", larga Calderín, "que quizá los ingenieros del XVI eran más listos que los del XXI".

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