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Por si hace calor Mogán

Los ballenatos de Las Marañuelas

Al soco de las aguas tranquilas que deja el muelle de Arguineguín hay un baño de grandes historias

Los ballenatos de Las Marañuelas SABRINA CEBALLOS

Se da el caso que Arguineguín es uno de los primeros nombres que registran los mapas y las crónicas de los conquistadores en sus libros de campaña. Un topónimo bien antiguo que apuntaba a una abigarrada villa de indígenas que se retrata en letras en Le Canarien, el cuaderno de bitácora de la expedición del siglo XV capitaneada por el barón normando Jean IV de Béthencourt.

Ahí, donde ayer unas buenas decenas de familias, parejas y personal individual tendía toallas, tupergüés, sombrillas y atarecos del bañar, aquellos aguerridos franceses fueron pasados por la piedra hace más de 500 años. Tras pasar acampados once días con sus once noches los canarios cambiaron los hocicones por el palo y tentetieso, finiquitando a 22 normandos.

Luego vino la Conquista, y Arguineguín quedó por siglos sumido en lo profundo de un desierto, sin mucho más meneo que el que se formó a partir de 1778, cuando la Real Sociedad Económica del País le da por ir a cazar ballenas, esas "rollizas hijas de Neptuno entregadas al noble juego de que Venus es la Diosa", como las describía Néstor Álamo en su obra El Marqués de Branciforte para referirse en fino a unos cetáceos que desde milenios cogieron la costumbre de retozar con fines reproductivos -y quién sabe si verbenísticos-, en las calmas de aquél Mogán.

La ocurrencia de la ballena terminó como el rosario de la aurora, dando pie a pleito insular incluido. Una de aquellas "rollizas hijas de Neptuno" herida en aquél experimento acabó varando en Abona, Tenerife, para regocijo local, reclamándose desde Gran Canaria cuatro pilas de grasa y sus despojos..., sin éxito alguno: "no adquiere dominio alguno aquel que persigue al pez, al ave o a la fiera, sino el que la aprehende y ocupa"..., contestaron desde el chicharro.

No andaban mejor las cosas en 1930, sin ir más lejos. Ese año llegaba al mundo por Telde Juan Trujillo Díaz, o Juan Perralla, para los amigos. Cinco años después lo haría Carmelo Trujillo Huerta, más conocido como Lolo el Barbero.

Lolo acaba de salir del agua y se sienta con Perralla en el banco del paseo con vistas a la playa. Una tía trajo a Juan de chico y ahí quedó varado de por vida. Y Lolo nació en Arguineguín por carambola, porque su madre parió hijos -"once más dos"-, en Tauro, Cercados de Espino, Mogán, Tejeda..., de donde era natural y a la que iba andurriando en ocho horas de camino.

Arguineguín eran 30 chozas de madera, tela de saco, tiras de plataneras y techos de hojas de palmera. Los colchones eran tongas de janeas, arrancadas de una junquera que nacía "en el río del Pajar", o bien de aulagas verdes para amortizar el suelo. El conduto consistía en raíces de bleo dulce, millo en su propio grano, y calentón, una planta de hojas ruines pero de flor dulce que se chupaba. Y la leche, pues de tabaiba, que se acrecentaba la cantidad y calentaba con orines "para poder salir 'palante". Sólo vivían cuatro pulgas, "y la playa era la vida", el lugar de juego, de refresco, de quedar y de acumular las proteínas que les negaba el erial.

"Nos comíamos las marañuelas" (Percnon gibbesi) -un cangrejo que reinaba en aquél marisco antes de hacerse el muelle y que da nombre a la playa y la plaza del pueblo-, los burgados, los erizos, "todo en crudo", tanta era la hambre. Ambos dos prosperaron. Perralla primero en la mar y luego en la cementera de Arinaga y Lolo, que baja de nuevo al agua, dándole a la tijera durante 55 años.

Abajo, una familia destapa la nevera y la tartera. Si la abre así hace 80 años da para alimentar a aquella Arguineguín entera.

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