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Por si hace calor San Bartolomé de Tirajana

Al rico chinchorro de Las Burras

Las antiguas barcas de pesca se han sustituido por todo tipo de chismes para jugar con el mar

"Cuando hace mucho viento yo les digo a los clientes que se lleven el pasaporte por si llegan a África". El serbio Stefan Paunovic capitanea el puesto de cachivaches acuáticos de playa de Las Burras, consistente en una flotilla de motos a chorro, piraguas, chorizos flotantes, patines de agua con tobogán incorporado y un endemoniado chisme bautizado como tiburón loco.

Enfrente, a unos 200 metros a todo meter, se encuentra el muellito de Las Burras, una especie de espigón un poco hecho polvo sobre el que descansa otra flota bien distinta de barquillas de pesca artesanal, como la Canarias 5, Dolores, Carmelo F o Novata, a tiro de callao pero a años luz de la tecnología de la que alardean los modernos artefactos del turismo XXI.

Porque hace poco más de medio siglo Las Burras era un tinglado de pescadores, de marinos en estado de subsistencia. Pedro José Franco López es técnico en Patrimonio Histórico y Cultural y un martillo pilón de la crónica de San Bartolomé de Tirajana.

Cuenta este hombre que los colonos de Las Burras eran personal de Telde, mayormente, que techaban chamizos con tortas de barro, paja y, en su defecto, de la seba que criaba el agua. Una seba con la que también se rellenaban colchones de sacos de harina y que se afianzaban sobre cajas de tomates.

Los últimos de Las Burras lograron sobrevivir hasta los años 90, cuando la marabunta turística terminó por desahuciarlos.

María Santana está haciéndose sus kilómetros, como todos los días de veraneo sureño, con Carmen Lorenzo y Nati Sosa. Santana recuerda perfectamente ver cuando aún era niña aquellas chozas de la marinería, de lo que hoy apenas quedan las barquillas que reposan sobre tierra, y donde cientos de personas han clavado sus sombrillas, antes se halaba de trasmallos.

Aquellos criollos antiguos tenían apellidos Betancor, Cruz, Trujillo, Marrero, Rodríguez y Artiles, según repasa Franco, hasta alcanzar una veintena escasa de familias que tomaban agua de un naciente en El Veril y que se afanaban en chinchorros desde el alba, poco antes de las también madrugadoras salidas que hacen a la arena Santana, Lorenzo y Sosa para disfrutar de una playa eminentemente familiar y que, según cuantifica al ojo Stefan Paunovic, está habitada en un 98 por ciento por personal local frente un chuchurrío número de turistas.

Con esta demografía el moderno paisaje de Las Burras es el estereotipo de la playa canaria como Bentejuí manda. Ellas pateándose la orilla y ellos en pie durante horas con otros compadres en sesudas conversas de verano mientras echan el ojo a una chiquillería privada de naufragar una y otra vez con sus tablas entre los espumarajos de las olas. Carmen define el intercambio de roles "de igualdad de género" en el marisco.

Al parecer todo son ventajas en Las Burras contemporáneas. Nati Sosa apunta con énfasis la de la vigilancia colectiva. A dos ojos por humano resultan miles los pendientes de los enanos, "porque aquí nos conocemos todos", lo que eleva sumamente el confort y sobre todo la tranquilidad ante playas más turísticas donde cualquier elemento resulta un inglés desconocido y despistar a un chiquillo es desalarse de por vida.

Bueno, ahora queda un remojón. En los calderos hoy se ha fraguado un arroz blanco con papas fritas y huevos fritos, "una comida de pobres que gusta hasta los ricos". Completa la vianda un plátano pasado por la sartén. Dos horas y media de digestión, "y hasta las ocho y media o nueve de la noche".

Y esto es todo desde Las Burras.

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