Con papagüevos, una contundente charanga a cargo de la Banda Isleña, voladores del quince y treinta minutos de repique de campanas se izó la bandera que marca el comienzo del programa religioso de la festividad de la patrona de la Diócesis de Canarias, un acto con el que la villa entra de lleno en el Pino 2015.

A las doce en punto, aunque el reloj de la basílica marcara la hora que le daba la real gana por avería, retraso o similar, comenzaba el tintineo de la campana de cuartos, un tímido empezar que a los pocos segundos se convierte en un auténtico estruendo con el que se anuncia diana a todo el vecindario, con una plaza del Pino abarrotada de personas y cajas de turrones abiertas bajo las sombrillas de colores.

Juan Carrasco, que "desde que salí del cuartel, hace 43 años", se encarga del milimetrado proceso del izado del estandarte en lo alto de la espadaña también le pega a la campana de horas, que junto con el esquilón, la mediana y la grande que se encuentran dentro de la Torre Amarilla, de una edad de 307 años a día de hoy ya que fue rematada el 27 de noviembre de 1708, componen una partitura tan minuciosa como escandalosa que requiere de hasta una decena de campaneros en turnos para aguantar los 30 minutos del halar de las cadenas.

El historiador terorense Gustavo Alexis Trujillo es especialmente experto en la vida de los bronces, a los que ha dedicado no pocas horas de estudio y análisis de documentos.

En una suerte de pentagrama de andar por casa, estampado en un papel de cuaderno, aparecen las cadencias del toque. Y así, después de darle a la campana pequeña de la espadaña, o del reloj, para que suene como si le diera con una cucharilla a una taza de café, se inicia el tañido, y "luego la siguen la mediana y el esquilón", ésta última desde la torre.

Luego pasa el toque de nuevo a la campana grande del reloj, que es la que anuncia las horas de normal, de ahí se vuelve a pegar a la mediana, y otra vez a la grande. A partir de ahí "repican a un tiempo", dándole a la atmósfera un punto de rebato.

Unos 60 escalones más abajo, que son los que guardan el antiquísimo octógono de la torre, y después de dar mecha a unas tracas que desalaron al personal más menudo, comenzaba el baile de los gigantes y cabezudos que desde hace pocos años acompaña al acto, después de que la Parranda de Teror, junto con el Ayuntamiento de la villa, tuvieran la ocurrencia de cele-brar un taller ofrecido por Jolgorio, una Asociación de Amigos de los Papagüevos, que es así como se titula el grupo. Para qué fue aquello. Algunos de los terorenses más chicos del todo, como Adrián Suárez, de apenas un cuarto de metro de alto, se presentaba con los ojos cuajados y bastante desalado ante unas tarascas que se ofrecían en dos formatos: largas como el demonio y con aspecto endemoniado, y otras más cortas que portaba la brigada infantil de la villa con personajes menos acogotantes, más del formato Batman, Bart Simpson o el de las hormigas Trancas y Barrancas.

Por la calle Real de la Plaza hacia arriba, donde también varios vecinos colgaban de sus balcones la insignia verdiblanca de la alcaldesa perpetua de Teror, se fue brincando la comitiva para reaparecer por la retaguardia de la basílica al final del concierto, justo cuando dio su último taponazo a las doce y media en punto.

Bronces con historia

El entrante funcionó. Elías, de Turrones Elías, hizo caja. El vendedor de lotería Bruixa de Oro, o eso al menos ponía en un cartón, también aflojó unos números, y en las terrazas de la plaza se despacharon más refrescos y cervezas que en cualquier otro martes del año.

De nuevo arriba, y mientras la plaza se iba despejando, Juan Carrasco y José Luis Pulido van recogiendo, reorganizando las duras cadenas que mueven los badajos de unas campanas que, de nuevo recurriendo a Trujillo, guardan sus peculiares historias.

Empezando con la que se conoce como esquilón, una pieza que produce el sonido al girar sobre sí misma y que llega a Teror en 1862, bastante después que la bautizada como mediana, construida por un fundidor sevillano llamado Juan María Acosta en el año de 1829.

De Cataluña llegó la grande, atribuida, según el historiador, a Josep Calbetó y construida a mitad del siglo XIX. Por su parte la pieza que da las horas -cuando el reloj logra funcionar a hora-, nació en 1942 en la empresa Hijo de Benito Perea, y su compañera pequeña, que anuncia los cuartos de hora, es la más longeva de largo, ya que lleva la marca del año 1764, y se desconoce su autoría.

Como hoy también se desconoce el lenguaje de las campanas que durante siglos hablaban y alertaban a los habitantes de los pueblos y ciudades sobre el acontecimiento de turno.

Según la misma fuente se debe a la "mecanización de muchos campanarios", una circunstancia que ha provocado que vayan desapareciendo los "los toques tradicionales de mano de los propios sacristanes o monaguillos", de ahí la sustancia e importancia del acto de la subida de la bandera de Teror, en realidad un fósil superviviente del "Patrimonio Cultural Inmaterial".