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Santa Lucía

Juan Ramírez, señor de los juncos

El premiado artesano de Santa Lucía, de 82 años, es la única persona de Canarias que trabaja la fibra como lo hacían los antiguos canarios - Teme que el oficio se vaya con él

Juan Ramírez, señor de los juncos

Juan Ramírez Pérez tiene 82 años de edad, un huerto casi selva donde las calabazas cuelgan de las ramas de los árboles, una memoria del carajo la vela y dos manos con los callos estratégicamente colocados para hilvanar con tiento la única artesanía del junco y la anea que queda en el Archipiélago.

Juan Ramírez Pérez, a pesar de nacer en 1931, que por poner en situación es el mismo año de la primera conexión telefónica entre Canarias y la Península, no está mayor sino todo lo contrario, desarrollándose prácticamente sin periféricos como gafas, sonotones, bastones, ni otros aditamentos.

Él sólo requiere de una buena aguja, unos mazos, unas tijeras, un cuchillo, una pequeña pesa y poco más para recrear los primitivos tupergués de la vida antigua, los balayos y taños en los que se guardaban los granos o incluso donde se maduraban los quesos arropados en trigo.

Para remontarse al geito de Ramírez hay que darle mucho más atrás al cuco hasta llegar a su abuelo en vida, Fernando Pérez Rubio, de los tiempos del respeto. Don Fernando era "labrador y sacaba las coyundas -o sogas-, de las pitas para manejar los animales", un personaje garboso pero adusto con bigotes finos cuya presencia posaba las moscas. "Esperábamos en silencio a que él se afilara los bigotes, hasta que él ponía la mano para besarla".

En aquella casa de diez hermanos no se podía decir una palabra más alta que la otra, ni tampoco preguntar, "cómo se hacía esto o aquello porque estaban ocupados", salvo a su tía Margarita Pérez, que tejía el lino y que a efectos prácticos, "era como mi madre".

Para hacerse una idea del panorama de su Santa Lucía natal, pueblo coqueto donde los haya, en sus tiempos de chiquillos rumiaban grano nada menos que 16 molinos en el lugar, nueve de ellos valle arriba, y el otro resto barranco abajo. Era tanto el cultivo y los animales que no había una tabaiba fuera de tiesto, todo ello en un mundo entregado al reciclaje.

"No se botaba nada. Si se rompía un plato se remendaba con unos alambres finitos, y si una bacinilla igual. La ropa de los mayores se convertía en ropa para chiquillos a cuenta de recortar y, por reparar, se reparaban hasta los calderos cambiándoles el fondo".

En ese contexto de remiendo universal se encontraba Margarita, sí, la tía que tejía el lino, que es una de las más difíciles artes en esto de sacar paños con fundamento de los tejidos vegetales, y de ahí fue que al sobrino se le enhebró la aguja en su poso de genética.

Juan hizo la mili. Cuando subió de vuelta a Santa Lucía se percató que "se puede vivir con muy poca comida", que era la que había, poca, y agarró un burro para repartir el pan hasta Cercado de Espinos, donde se construía una presa. Reporta que nunca pasó más miedo, más frío, más humedades. Por caerle le cayó hasta el famoso corrimiento de Rosiana, en 1956, una descomunal tromba que hizo rodar las casas al punto de atravesar carreteras y en el que las vacas salieron nadando por los barrancos.

Mejor tostar café. Así estuvo, 18 años, tostando café en la capital, aunque nunca abandonó la cerámica y el trabajo con las manos hasta que hace 19 años retomó la cestería con fibras vegetales a cuenta de la petición de una exposición titulada Mundo Aborigen para recrear los tamarcos y mortajas de las momias prehispánicas.

Juan porfía que el trabajo de aquellos antiguos canarios delatan la obra de gente fina, con nudos delicados y corte de modistas. Él los replicó con una paciencia infinita, al extremo de quedar sin precio que ponerles.

De ahí que dedique el grueso a la cestería, tras ir a buscar a los barrancos el junco o la anea. Ponerlo todo a secar 60 días al solajero. Replantar de nuevo para no quedar sin materia, y ponerse en primera instancia a fabricar la tomiza, la cuerda de palma con la que afianza la estructura de sus cerones y ceretos.

Ahí lo tienen hoy, recién terminado de alicatar una descomunal zaranda -para aventar los granos en las eras-, de un metro de diámetro y 30 centímetros de altura. Son diez días de trabajo y casi 300 euros la pieza, y es parte activa de la danza más famosa del grupo folklórico Los Campesinos de Lanzarote. "Nadie más las fabrica", larga de pronto el artesano mucho más chascado que orgulloso.

Y es que la mecánica de construir vajilla de lo que da la fibra se larga con él. A menos que algunos de sus alumnos, de los muchos que han pasado por su acogedor taller del casco de Santa Lucía, le de en su tino prolongar la profesión, algo que por la forma de mirar del encantador y amable Juan va ser que no va a ser, colocando al señor Ramírez Pérez como el último señor de los juncos.

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